Dios, el bien por excelencia como así lo descubrió, reconoció y acogió el místico israelita que nos legó el salmo 16, se abre en abanico hacia el hombre, haciéndolo depositario de múltiples bienes. Aquellos de los que nos habla el autor del libro de la Sabiduría y que se connaturalizan con el corazón del hombre. Bienes que Juan, con la maestría poética que le caracteriza, identifica con la vida. Ésta, a su vez, tiene su sede en la Palabra: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios… En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,1-4).
Palabra, complacencia, delicia, hontanar, son todos ellos términos saboreados en la intimidad por los amigos y buscadores de Dios. Son palabras correlativas, secuenciales e inseparables. Todas ellas, como si fueran el dedo de Dios, diseñan lo indescifrable, la experiencia mística, el palparse mutuo entre Dios y el hombre.
Así como Antoine de Saint-Exupéry decía que lo esencial es invisible a los ojos, también podemos decir que el cara a cara del espíritu del hombre con el de Dios es inaudible a los oídos e intraducible a cualquier expresión verbal por muy poética que sea. Bajo esta experiencia, el silencio contemplativo alberga en su quietud una atronadora elocuencia, que es mejor liberar para que resuene por el espacio, ya que cualquier intento de codificación supondría su flagrante violación.
En el cara a cara de los dos espíritus se produce una auténtica ósmosis. El Hontanar fluye impetuoso hacia la persona amada creando en ella un manantial. Sabemos que la ósmosis se define como una corriente unilateral que se establece entre dos entes a través de una membrana permeable. Esta corriente es posible gracias a una fuerza llamada presión osmótica.
El cara a cara con Dios es posible en primer lugar porque Él es amor. Este su Amor ejerce de fuerza, de presión osmótica, para que de su Hontanar fluyan en abundancia innumerables corrientes de aguas vivas. Son vivas y tan copiosas que tienen vigor para crear manantiales en los sequedales (ver Sal 105,41). De ahí que todo místico albergue en su ser un manantial que alegra y da vida al mundo entero, el cual ha llegado a ser su única patria.
Una membrana permeable, como hemos visto en la ósmosis, rompe la distancia entre el Hontanar y el sequedal. Esta membrana nace de un acontecimiento llamado Encarnación, y tiene un nombre propio: el Señor Jesús. Él hizo viable el trasvase hacia el hombre de la belleza y el bien intransitable. Él, bien y belleza del Padre, se hizo membrana, Él es el tránsito, el acueducto.
Jesús es el agua viva de Dios, y así lo hizo saber a toda la humanidad representada en la samaritana. Los cinco maridos de ésta, que son imagen de toda idolatría ya que representan los cinco santuarios de culto idolátrico de Samaría, habían hecho de ella un sequedal. Jesús se acercó a esta mujer sedienta y le dijo: «Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4,13-14).
Dios, el Hontanar, envió a su Hijo para hacernos partícipes de sus aguas vivas (ver Jr 2,13). Él es el puente, el canal, la membrana permeable por la que fluye la divinidad hacia cada persona. Incontables son los testimonios de los santos Padres, a cual más bello, que nos hablan de la osmosis por la que el hombre es divinizado y cuyo origen está en la Encarnación. Entre tantos, nos limitamos a citar, por su brevedad y claridad, éste de San Ambrosio: «La Palabra se hizo carne para que la carne llegara a ser Dios».