No se quiere una laicidad de frío respeto, y poco menos que un pacto de fórmulas cordiales para encuentros diplomáticos del más alto nivel. No una simple garantía pactada, sino algo incuestionable en un Estado de derecho democrático. Se desea una garantía constitucional y política. Asentada en la norma fundamental de la convivencia ciudadana y asumida por los gestores del poder en el servicio del bien común.
En el espíritu de una laicidad positiva, no sólo se excluye el molesto acoso a lo religioso, sino que se propone una actitud de apoyo y de ayuda a los ciudadanos, para que libremente puedan vivir y manifestar públicamente su fe, y realizar en la sociedad aquellas acciones que son propias de sus creencias.
Sin imponer a nadie la propia fe, pero sin tener tampoco que ir sorteando trabas a la hora de expresarse libremente. La libertad de expresión no puede reducirse a escuchar y publicar en un medio de comunicación las propias ideas, sino también sacarlas a la calle o ponerlas en los foros públicos de opinión, en los proyectos educativos, en la ayuda a la familia, en la protección de los débiles, en la participación social y política.
Una utilización fraudulenta de la laicidad es la actitud de quien pretende arrancar de cuajo de la vida pública lo religioso, encerrándolo, en el mejor de los casos, en el departamento de lo íntimo y privado. Algo así como a lo inexistente en cuanto a derechos de ciudadanía, lo cual provocaría conductas hipócritas y hasta esquizofrénicas. Es como exigir el mantener una doble personalidad, ideológica y moral: dentro del interior de su conciencia haga cada uno lo que quiera, con tal de que nada se note de sus convicciones en la vida pública. Es poco menos que obligar a la persona a la incoherencia y al chalaneo ético y político.
No puede ser una tolerancia a regañadientes, que disimula el fastidio de tener que aceptar la presencia social de lo religioso. Mucho menos, el retorno al sectarismo recalcitrante de la peor época anticlerical. Tampoco pretender ignorar la realidad sociológica mayoritariamente confesional. La trampa para soslayar esta situación es la de crear un estado falso de opinión, presentando lo religioso como obsoleto, reaccionario y obstrucionista del progreso y, en consecuencia, legislar al reclamo de una pretendida demanda social inexistente.
Es el caso, por ejemplo, de reclamar la revisión de los acuerdos con la Santa Sede, para terminar con los privilegios. ¿Quién privilegia a quién? Los ciudadanos católicos y sus instituciones están otorgando al Estado unas prestaciones sociales, educativas, culturales y religiosas impagables. La Santa Sede mantiene relaciones diplomáticas con cerca de ciento ochenta países, con los que establece acuerdos de colaboración recíproca. ¿Es que España tiene que ser también modelo único y diferente en esto de las relaciones internacionales?
Enemigos de esta laicidad democrática y positiva son los corifeos de ese culturalismo utilizado como máscara para justificar una presencia en las manifestaciones religiosas: «estoy aquí, porque esto es simplemente cultura y valores del pueblo». Lo cual no deja de ser una falta de delicadeza con los creyentes. No es necesario que quiten valor a nuestra creencia religiosa para que nos agrade su presencia y unirse a nuestra fiesta. No soy creyente, puede decir el invitado, pero me alegro con la felicidad de los que creen y son mis amigos. Esto es, cuando menos, educación y nobleza.
Tampoco es admisible ese talibanismo solapado, que se empeña en tapar e incluso destruir los símbolos religiosos de nuestra cultura. La cual, por otra parte, no puede prescindir de una escenografía, de unos símbolos, de un calendario, de una historia incuestionablemente unida a lo religioso.
Siendo tan deseable el respeto positivo a la propia identidad, cultura y religión, no podremos conformarnos con una simple, pacífica y buena convivencia. Muy lejos de esa pasiva e insípida cohabitación, hay que dar algunos pasos hacia adelante y conseguir una recíproca, sincera y eficaz colaboración en proyectos caritativos y solidarios. Los gestores del bien común no pueden limitarse a aguantar que unas personas quieran vivir conforme a unos convencimientos creyentes. La Administración Pública tiene que ayudar a los ciudadanos cristianos a que lo sean de verdad, teniendo los medios necesarios para celebrar su culto y formarse en su fe. Darles todos los apoyos y facilidades que sean necesarios. Que lo mismo valga para otras confesiones religiosas de ciudadanos españoles, es evidente y deseable. Pero sin la intención de alabar al vecino, para que se chinche el que vive en la propia casa.
El ideal, por supuesto, está en la verdadera fraternidad, que más allá de vínculos legales y convencionales, encuentra en la otra persona una ayuda para el desarrollo de la propia personalidad, tanto individual como social. La confesionalidad es un valor indiscutible de la libertad humana. Que no sólo debe respetarse sino protegerse con normas y leyes justas y adecuadas. Bienvenida sea la laicidad positiva. Ahora queda el hacerla práctica habitual en los distintos ambientes políticos, sociales y religiosos.
Una de las consecuencias de la aplicación de la Ley de Libertad Religiosa tiene que ser, sin intentar quitarle presencia al catolicismo, asegurar que nadie tenga que sufrir el recorte de sus derechos religiosos, ni el acoso y la vejación de las creencias, símbolos y modos de conducta moral de cada uno. Sin obligar a nadie a renunciar al derecho de poder educar a los hijos en las convicciones religiosas y morales familiares, ni verse coaccionado a seguir a la fuerza una ideología con la que no se siente identificado.
En el lote de esa laicidad positiva no puede faltar el derecho a vivir y a expresar libremente la propia fe, ni el poder participar plenamente en la vida social y política, sin tener que esconder o disimular las propias convicciones religiosas, so pena de exponerse a sufrir algún tipo de exclusión en un concurso de méritos.