«Un sábado, enseñaba Jesús en una sinagoga. Había una mujer que desde hacia dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y andaba encorvada, sin poderse enderezar. Al verla, Jesús la llamó y le dijo: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad”. Le impuso las manos, y en seguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios. Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, dijo a la gente: “Seis días tenéis para trabajar; venid esos días a que os curen, y no los sábados”. Pero el Señor, dirigiéndose a él, dijo: “Hipócritas: cualquiera de vosotros, ¿no desata del pesebre al buey o al burro y lo lleva a abrevar, aunque sea sábado?”. Y a esta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ha tenido atada dieciocho años, ¿no había que soltarla en sábado?”. A estas palabras, sus enemigos quedaron abochornados, y toda la gente se alegraba de los milagros que hacía». (Lc 13,10-17)
El Evangelio de hoy nos pone delante una imagen muy utilizada por el Papa Francisco para referirse a la Iglesia: «la mujer encorvada sobre sí misma». El Cardenal cubano Jaime Ortega hizo pública la intervención del entonces cardenal Jorge Mario Bergoglio durante una de las congregaciones generales de los cardenales reunidos en el cónclave del cual saldría electo papa el mismo Bergoglio. La intervención, que constaba de cuatro puntos, hacía referencia a la evangelización que es la razón de ser de la Iglesia. Pues bien el segundo punto está inspirado en el Evangelio de hoy y viene así formulado: «Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar deviene autorreferencial y entonces se enferma (cf. La mujer encorvada sobres sí misma del Evangelio). Los males que, a lo largo del tiempo, se dan en las instituciones eclesiales tienen raíz de autorreferencialidad, una suerte de narcisismo teológico«.
En su Exhortación Apostólica Evangelii gaudium el Papa Francisco nos ha mostrado cuál es el rostro de Iglesia con la que él «sueña»: una Iglesia en salida misionera, de puertas abiertas como una madre con el corazón abierto para todos los pobres, los que sufren, los marginados, excluidos y descartados en cualquier periferia geográfica y existencial en que se encuentren. «Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos» (EG, n. 49). En reiteradas ocasiones el Papa ha recurrido a la imagen de la «mujer encorvada» para afirmar que la enfermedad típica de la Iglesia encerrada en la autorreferencial, mirarse a sí misma, es estar encorvada sobre sí misma como la mujer del Evangelio. Es una especie de narcisismo que nos conduce a la mundanidad espiritual y al clericalismo sofisticado, y luego nos impide experimentar la dulce y confortadora alegría de evangelizar.
El evangelista Lucas nos presenta hoy a Jesús viniendo a nuestro encuentro para levantarnos de nuestras enfermedades de autorreferencialidad que encorvan nuestra existencia, empequeñecen nuestras comunidades y nos clausuran sobre nosotros mismos. Lucas sitúa esta escena de curación liberadora en el largo camino de Jesús subiendo a Jerusalén (9,51-19,44). Tiene un paralelo en Lucas 14,1-6 (la curación de un hombre hidrópico en sábado), pero en este caso Jesús se encuentra en la Sinagoga, enseñando. Lucas, médico según la tradición, utiliza con frecuencia la palabra curar y presenta a Jesús como el que viene a traer la salud y a curar las heridas de las personas.
La curación de la «mujer a la que un espíritu tenía enferma hacía dieciocho años» que «estaba encorvada, y no podía en modo alguno enderezarse» sucede en sábado: día consagrado al Señor, creador del mundo y liberador de Israel, día en el que Dios descansa después de la creación donde todo era bueno. Es, pues, el día más apropiado para que Jesús cure. En el Evangelio de Lucas la curación es la recomposición, la vuelta a la creación «buena». La enfermedad deforma la imagen original, la curación le devuelve al origen. Las enfermedades no son solo físicas, expresan una causa psíquica de fondo, en tiempos de Jesús atribuidas a la influencia negativa de los espíritus malignos. Ante la potencia de Jesús, el Señor, Satanás pierde el dominio que tenía sobre la mujer.
El modo de actuar de Jesús es «paradigmático», en él descubrimos «el modelo» de todo evangelizador y de cómo evangelizar. Lo primero que hace al entrar en la sinagoga es «mirar» a esta mujer que no puede verlo porque está encorvada sobre sí misma, luego se «acerca» a ella, la llama y la cura con la palabra y con el tacto: «Mujer, quedas libre de tu enfermedad. Y le impuso las manos. Y al instante se enderezó, y glorificaba a Dios«. Jesús no pasa de largo nunca ante el sufrimiento humano. Él nos mira, nos llama, nos habla y nos libera del aislamiento y de la vergüenza «quedas libre». Ante él la persona no puede estar ligada, debe ser libre y recuperar la dignidad. El impone las manos y el Espíritu la levanta, la cura: es la fuerza de Dios que expulsa la debilidad. Ve en ella una hija de Abraham, la mira, no es indiferente ante la miseria del ser humano, sino que se compadece y actúa con ternura y amor. Libera, devuelve la dignidad perdida, «porque Él, como reza el Prefacio VIII, en su vida terrena, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal. También hoy como buen samaritano, se acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu, y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza«.
A la mujer que Jesús ha curado el espíritu la empequeñecía, la bloqueaba. Tiene la espalda doblada, encorvada, no podía mirar hacia arriba ni adelante: separada del contacto con Dios y con los demás. Solo podía mirar al suelo, horizonte estrecho. Camina triste y deprimida. Había perdido la dignidad y la libertad ¡desde hacía dieciocho años! Su enfermedad era incurable. Sin embargo va a recibir una visita que traerá a su vida la curación y la salvación. Ella no pide nada, obedece, se deja mover por Jesús, se endereza y glorifica a Dios. Como hoy, nosotros, tú y yo dejemos que el Señor nos cure como le diremos antes del rito de la comunión: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. Para ello, es necesario que reconozcamos que estamos enfermos, «encorvados» de autorreferencialidad.
La imagen plegada de esta mujer es también la imagen de cada uno de nosotros, de nuestras mismas comunidades cristianas cuando vivimos «mirándonos el ombligo», presos de nuestros miedos y complejos, incapaces de salir de las preocupaciones autorreferenciales que nos impiden contemplar las opresiones, humillaciones y sometimientos de tantas mujeres y hombres en el mundo. En la mujer encorvada vemos la imagen de todos los seres humanos oprimidos, destrozados, perjudicados en su dignidad. Jesús es capaz de curar a la mujer encorvada y a todos nosotros hoy. Jesús no es indiferente ante el sufrimiento, ante nuestros sufrimientos: nos mira, se inclina hacia nosotros, nos llama por el nombre, nos libera.
El gesto de Jesús de enderezar esa mujer es hoy un llamamiento a salir de de nosotros mismos. A la luz de su actuación tengo que preguntarme: ¿cómo es mi manera de mirar, compadecerme, acercarme y actuar ante los hermanos, los niño y jóvenes, las mujeres, los oprimidos y «encorvados» bajo el peso de las dificultades, del dolor y el sufrimiento? Cuando superamos el peligro de vivir de modo autorreferencial, cuando ponemos en el centro a Cristo y a los hermanos, nos convertimos en auténticos creyentes. Entonces la fe se vive con entusiasmo, con confianza, desde un testimonio que atrae. Abrimos las puertas (idea que le gusta al Papa Francisco) para dejar entrar a tantos hombres y mujeres que buscan, quizá sin saberlo, a Dios; y salimos hacia las “periferias” (otra palabra clave del Papa), hacia quienes esperan, tal vez sin decirlo, una luz, una ayuda, un consuelo, una mano amiga. Todo ello será posible si dejamos de lado ese peligro de la autorreferencialidad, con sus muchas manifestaciones (desde el exceso de reuniones hasta la burocratización que asfixia), para dejarnos llevar, libres y enamorados, por el viento del Espíritu de Jesús.
Juan José Calles