Excepto esas pamelas que se ponen las señoras, todo lo demás tenía la pinta de una boda. La gente, elegantísima —familias, niños, jóvenes y mayores— llenaba una iglesia pequeña y humilde, pero ambientada y perfumada de flores, y un “gusanillo” de fiesta grande. He asistido a muchas bodas en mi vida. Esta de hoy no es muy común, la verdad.
Se casa una joven de 26 años que he podido conocer muy de cerca. Lista, bien preparada, repleta de cualidades. Se casa. Esto es un desposorio. La iglesia donde se casa pertenece al Convento. En los primeros bancos, sus padres y familia venidos de México. Porque ella, la novia, es mexicana. ¡Desde tan lejos! Y está feliz, serena; sonríe recogida, como guardando bien “su secreto” y agradeciendo a la vez la música, los cantos y la compañía de todos. Somos una legión de amigos. Sale en procesión acompañada de su priora y maestra, las dos radiantes con sus capas blancas, dos soletes de monjas. ¡Qué pena que no lo vea esto más gente! Dentro están las mejores amigas de la novia, sus Hermanas Carmelitas. Una de ellas, con cara de niña inocente, en silla de ruedas, está gozando. ¡Qué maravilla!
En la celebración hay un momento sobrecogedor. Los niños no quieren perdérselo. Ni los mayores. Ni los fotógrafos. La novia se postra extendida sobre la alfombra del pasillo central, mientras el coro canta las letanías. Unas niñas vestidas de primera comunión lanzan pétalos de rosa sobre el cuerpo de la novia. ¿Qué significa todo eso? El silencio de la gente lo dice todo. Es un gesto de humildad total, de renuncia sin condiciones: “Vuestra soy, para Vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí?”, diría la Santa Madre Teresa de Jesús.
Luego, el “sí” de la esposa: “Yo, hermana M.ª Teresa de los Ángeles, en presencia de las hermanas aquí reunidas, prometo a Dios Omnipotente castidad, pobreza y obediencia… Me entrego de todo corazón a esta familia fundada por Santa Teresa… al servicio de la Madre Iglesia…”. Todo escrito de su propia mano. Lo firma en el altar y se acerca decidida al micrófono para cantar: “Recíbeme, Señor, según tu promesa y viviré, y no me defraudes en mi esperanza”. El obispo la bendice, le entrega “el velo del amor perpetuo” y el coro canta a la “esposa de Cristo”. ¡Impresionante!
El aplauso espontáneo del público estalla cuando las dos monjas se abrazan. La abrazaremos todos. Primero, sus amigas de dentro. Pero luego sus padres entre lágrimas de felicidad, su hermano, su gente, la gente que da valor a estas cosas tan verdaderas que, sin ruido, cambian los corazones. A Santa Teresa el Gran Esposo le prometió que “estaría siempre en medio de ellas”, y “que a una puerta les guardaría San José y nuestra Señora a la otra”. Yo he visto a “San José” en tantos hombres generosos y prácticos que echan una mano al Convento. Y he visto a “la Señora” en muchas señoras siempre disponibles, que aman a estas monjas como verdaderas hermanas. ¡Una gozada de Familia! Y todo en la mayor pobreza y austeridad. ¡Ejemplar!
P. Manuel Morales, OSA