En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: -«No os fiéis de la gente, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes, por mi causa; así daréis testimonio ante ellos y ante los gentiles. Cuando os arresten, no os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en su momento se os sugerirá lo que tenéis que decir; no seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros. Los hermanos entregarán a sus hermanos para que los maten, los padres a los hijos; se rebelarán los hijos contra sus padres, y los matarán. Todos os odiarán por mi nombre; el que persevere hasta el final se salvará.» (Mateo 10, 17-22)
No creo en las casualidades. Sí creo en Dios; en un Dios que, a veces, se parece a “Don Erre que Erre”. Pertinaz y obstinado. Que nos anima a la insistencia, como a la viuda inoportuna o perdonar setenta veces siete. Y si nos invita a ser testarudos es porque su forma de ser es así: No quieres caldo, pues toma dos tazas.
Traigo esto a colación porque el mes pasado me tocó comentar exactamente la misma perícopa, pero en su paralelo de Lucas (21, 12-19), que, en este caso, si hubiese que hacer una sinopsis comparativa de ambos textos, son prácticamente idénticos. La primera tentación es fácil. Se hace un “cortapega” del mes pasado, se maquilla un poco y… salimos del paso.
Pero, como digo, no creo en las casualidades. Y si Dios insiste…
Me siento a escribir este comentario en plena preparación de la fiesta de la Navidad: Misa del Gallo en la parroquia, misa del “pollo” en la cárcel (así la llamamos de forma simpática porque es a las 5 de la tarde), preparativos para la cena y comida de Navidad (porque Dios también está entre los pucheros, Sta. Teresa dixit). El espíritu de la navidad, vamos.
Y no sé. Da la impresión como si en medio de estas fiestas que nos hablan de “alegría” de “paz”, de “felicidad”… se colase como un invitado de piedra en medio de nuestros banquetes y comilonas, la fiesta del martirio de S. Esteban. Como si entre los trozos de turrón se colase una almendra amarga. ¿Cuando en estas fechas nos deseamos “felices fiestas”, incluimos también esta?; ¿o preferimos la “alegría” efímera del consumismo, de la “felicidad” que nos traerá el “gordo de la lotería” que suele terminar a media mañana del día 22, o la “paz” de “a mí, que dejen en paz”. (Por cierto, la noche del 24 de diciembre es la noche que más intervenciones policiales hay a domicilio por peleas familiares)
La muerte, y más una muerte cruenta como la de Esteban, no cabe en medio de estas fechas. Ahora toca goce, por decreto, y aunque los mensajes de felicidad televisados por políticos o comerciantes, que lo mismo da, rezumen almíbar y la sustancia que transmiten sea más falsa que la de una sopa de sobre, es lo que toca y punto. (Recuerdo que hace unos años acudí a un famoso centro comercial y pregunté si, ya cercana la navidad, iba a haber alguna promoción especial del artículo por el que yo tenía interés. El dependiente, con voz altanera y engolada me respondió: “Como usted muy bien sabrá, la navidad comienza cuando, y no cito el nombre porque todos lo sabéis, este comercio lo decide”. Evidentemente ellos decidirán cuando empieza la navidad, o mejor, qué tipo de “navidad”; pero yo decidí dónde no comprar.)
Sin embargo, sí, repito: sí. Quiero felicitaros a todos estas fiestas desde el contrapunto que el Evangelio de hoy nos ofrece y que se cumplió en Esteban entregando su vida y perdonando a sus verdugos. Hace justo un mes os comentaba que el “evangelio”, o es buena noticia o no es Evangelio.
Hoy me conformaría casi con que sólo fuese “noticia”. Lo digo porque pasa casi desapercibido en los medio de comunicación; pero, lamentablemente la misa de Noche Buena en los últimos años ha sido regada con sangre de mártires: Nigeria, más de 40 muertos en 2011, Bagdag, 38 muertos el pasado año. Cuando estoy escribiendo este comentario aun no es el día de Navidad y, ojalá este año no se repita la matanza, pero no puedo dejar de pensar en la situación de los cristianos de Irak cuya realidad hemos podido escuchar de labios del obispo de Mosul, Amel Nona, estos días en su visita por España, o los cristianos de Siria, o tantos lugares donde el mero de hecho de asistir a la Misa del Gallo es jugarse la vida. Y van con alegría, la de verdad, y son mensajeros de la paz, de la de verdad y son felices, de verdad. Y mientras nosotros aquí, con el “saca la bota, María…”
Y el Evangelio siempre es “buena noticia”. Entre todos los que se jugaron la vida por celebrar la Misa de Navidad, me viene a la memoria un recién ordenado sacerdote, Karol Wojtyla, párroco en un nuevo barrio obrero de Cracovia, en la Polonia comunista donde el partido había decidido que no había necesidad de construir una capilla. Este joven sacerdote tuvo la osadía, a pesar de todas las prohibiciones y amenazas, de celebrar la Eucaristía en la plaza del barrio. Nevando y a temperaturas bajo cero, el pueblo se echó a la calle. Ese 25 de Diciembre se abrió una brecha en el “telón de acero” que, gracias la tenacidad y el “erre que erre” de este hombre, caería de manera definitiva años más tarde.
Este hombre recorrió el mundo entero. Se calcula que el total de kilómetros de sus viajes podría haber dado la vuelta al mundo no sé cuantas veces. Su mensaje se podría resumir en dos frases que clamaba a voz en grito por doquier hasta que su garganta se fue apagando, e incluso en la afonía de su herida traquea, su balbuceo seguía siendo elocuente: “¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo!
¿Acaso no es éste el mensaje de la verdadera Navidad?: “Abrid las puertas a Cristo”. ¿Acaso no celebramos al “Enmanuel”, que significa “Dios con nosotros”? Entonces: ¿por qué tener miedo?”
Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? (Rm. 8, 31)
Pablo Morata.