El salmista de quien nos estamos sirviendo en esta catequesis, nos hace saber con gozo incontenible que Dios otorga a sus amigos signos más que evidentes por los cuales pueden detectar que esta herencia, que tantas veces aparece en la Escritura y de la cual estamos hablando, no es una ficción neurótica de unos iluminados”. Es una herencia real y que toma consistencia al constatar que algunos de sus bienes ya se disfrutan.
Por ejemplo, uno que ya nos pertenece es que la Palabra ha quedado liberada de todo dato académico o carga moral. Se ha hecho oración. El corazón, legalmente cumplidor, ha sido convertido en un corazón abierto y orante. No está sujeto a una oración regulada por un horario o norma. Ha madurado, su relación con Dios ha llegado a ser delicia y complacencia de su alma, y todo su cuerpo participa también de la fiesta ininterrumpida.
Para estos hombres la oración se ha convertido en un surtidor del cual discurre -a veces atropelladamente, otras mansamente, e incluso otras como hilos incandescentes- el Misterio del Amor de Dios. A estos hombres, así abrazados por Dios, les sale de lo más profundo de su ser “susurrar su Palabra de día y de noche” (Sl 1,2). No tiene que hacer memoria, las palabras que habitan en él son vivas, tan vivas que engendran el susurro insistente e ininterrumpido, y lo eleva hacia sus labios. El hombre/mujer orante, así, lleno de sabiduría, no sirve a Dios según el espíritu servil propio de los súbditos. Está a gusto con Él. Su alma ha abierto sus más recónditos e inexplorados huecos a la Palabra, ella es su delicia (Sl 119,47). Al intentar explicar la naturaleza de tanto deleite, mirará a su alrededor y buscará una comparación que pueda aproximarse a su vivir de cada día. Al fin la encuentra, la compara al jugo de los panales, lo más dulce y agradable que puede saborear el paladar: “…sus palabras más dulces que la miel, más que el jugo de panales” (Sl 19,11).
María, la hermana de Marta, representa la nueva humanidad nacida del costado abierto del Señor Jesús (Jn 19,34). Supo elegir, y eligió permanecer sentada a sus pies escuchando su Palabra: “Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra” (Lc 10,39). Más adelante volveremos sobre ella, ahora señalamos simplemente que representa a la esposa del Cantar de los Cantares a la que damos paso: “Como el manzano entre los árboles silvestres, así mi amado entre los mozos. A su sombra apetecida estoy sentada, y su fruto me es dulce al paladar. Me ha llevado a la bodega, y el pendón que enarbola sobre mí es Amor” (Ct 2,3-4).
Es conveniente que nos detengamos un momento en las palabras que acabamos de oír a la esposa acerca de su Amado. Las tomaremos en nuestras manos y las partiremos como si fuesen un pan; lo cual es acertado porque las palabras de las Santas Escrituras son Pan que dan la Vida. Dice la esposa: “el pendón que enarbola sobre mí es Amor”. Nos está relatando, y como experiencia personal, que la enseña, el distintivo con el que su esposo se le da a conocer y se entrega a ella lleva escrito un nombre: Amor. Enseña, pendón que, repetimos sus palabras textuales, “enarbola sobre mí”. La vemos como arropada, circundada como por una fragancia mística. En realidad está adelantando proféticamente el acontecimiento central de la Historia: En su amor por el mundo, alejado por la desobediencia, Dios envió, entregó a su Hijo para recuperarlo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). He ahí la enseña que sedujo a la esposa: el Amor. Así lo definió Juan: Dios es amor” (1Jn 4,8).
Como vemos, la esposa se nos muestra junto a su amado radiante de vida, sentada, sin prisas. Es una catequesis bellísima sobre la oración. Esta mujer no está cumpliendo con nadie, a no ser con los infinitos e inexpresables amores que brotan impulsivos desde lo más profundo de su ser. Nadie la obliga y a nadie tiene que dar Su Amado le ha conducido a la bodega, y ahí está, con él, a gusto, apetecida, rendida y entregada. Bebiendo el vino nuevo, el que estaba reservado para ella. Juntos están alma y Dios, Dios y el alma, bebiendo el vino de sus bodas. El mismo que Jesús ofreció a los novios de Caná y del que el maestresala, al degustarlo, le hizo un comentario de aprobación que no deja lugar a dudas: “…has reservado el vino bueno hasta ahora” (Jn 2,10).
Esta es la melodía insujeta a cualquier canon musical y que resuena en lo más profundo del alma de la esposa: ¡has reservado el vino nuevo y especial de tu bodega para mí, para satisfacer mis amores! Amores por nada ni nadie satisfechos porque no tienen medida. Son tan fuertes que atraviesan el tiempo y el espacio. Sólo tú, cogiéndome de la mano, podías salir a su encuentro estrechándome junto a ti. Abrazada, amada, embriagada… hasta la extenuación. Es tal su fiebre de amor que sólo acierta a decir a sus amigas: “Confortadme con pasteles de pasas, con manzanas reanimadme, que estoy enferma de amor” (Ct 2,5).
Dios reserva su vino, su amor, su bondad, su vida en abundancia (Jn 10,10), a aquellos que le buscan con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas (Dt 4,29). Buscar, escuchar, amar, todos estos impulsos dinámicos hacia Dios son válidos en la medida en que tienen impreso su sello de autenticidad. Este sello es amar y buscar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas…
Antonio Pavía.