Siguiendo nuestro viaje por el “Túnel del tiempo” esta vez se trataba de aprender. Desde hacía mucho tiempo, ya no nos avisaban con antelación si el viaje consistía en una misión o un entrenamiento. Nosotros mismos, contemplando el escenario al que nos enviaban, debíamos deducir si se trataba de una cosa u otra. Era evidente que al estar el almacén abierto, ya habían sido capturados los que allí se escondían y sólo nos quedaba por hacer una única cosa: buscar el diario de Ana y aprender.
Conociendo el margen de error con el que contábamos siempre para el viaje a través del túnel del tiempo, sabíamos por los datos históricos, que tenían que haber pasado muy pocas horas desde que hubieran sido descubiertos y apresados por los nazis. No teníamos más que subir a la planta superior y buscar. Andrés e Isabel comenzaron por la planta baja, donde aún estaba caliente el bidón que utilizaban como estufa y cocina al mismo tiempo. En la planta baja de no más de cuarenta metros cuadrados se situaban dos dormitorios, la cocina, el único cuarto de aseo (por llamarlo de algún modo) y lo que podríamos considerar como un salón. No había tabiques; sólo cortinas que marcaban las diferentes zonas de distribución y servían para, en cierta medida, preservar la intimidad; y digo en cierta medida, porque los sonidos, olores y luces se mezclarían continuamente en el transcurrir de los días. Si a esto le añadíamos dos catres, una destartalada alacena y algo parecido a un armario, más los muebles y enseres de la diminuta cocina, el espacio vital se veía reducido enormemente. Yo subí a la planta superior, abuhardillada y más estrecha; no más allá de treinta metros cuadrados distribuidos en tres habitaciones, a las que también había que añadir algunos muebles. Me acerqué a la que probablemente había sido la habitación de Ana, equipada con su jergón, el pequeño armario y la mesita donde se supone que cada día escribía en su diario. Me senté, cerré los ojos e intenté revivir todas las sensaciones que allí se habían experimentado. El entrenamiento consistía en eso: captar vibraciones, olores, pensamientos, sensaciones, experiencias. Un sin fin de energías vitales que habían emanado de las personas que durante tanto tiempo cohabitaron el lugar. Y las había; a fe cierta que las había. Yo ya empezaba a sentirlas. ¿Cómo era posible que en una cárcel de apenas nueve metros cuadrados se pudiera vivir la sensación de libertad que reflejaba su diario? Imaginaba a Ana encerrada en aquel lugar tantos días, sin poder elevar la voz, sin poder cantar ni gritar, ni enfadarse; con la angustia de no poder hacer ruido ni encender luces. Y, sin embargo, flotaba una libertad concentrada sin poder expandirse más allá de las paredes del almacén. ¿Cómo era posible cantar cada mañana a la vida, tener luminosa la mirada, mantener el optimismo y la alegría? Fue entonces cuando llegué a la conclusión, al porqué de ese diario que ha conmovido a tantas personas desde su primera publicación en 1947. Lo que escribía Ana era un canto a la esperanza, empujada por la fe que su padre le transmitía y enseñaba cada día, a pesar de que, en realidad, lo que vivieran cada día encerrados en aquel almacén fuera todo lo contrario. En aquel hogar no había paz, tal vez sólo las primeras semanas. No existía un atisbo de convivencia; ni siquiera de un intento porque la hubiera. La impaciencia, la avaricia, el egoísmo, la soberbia, la gula; hasta la lujuria, flotaban continuamente. Subían y bajaban de una planta a otra haciendo mella en el carácter de cada uno de los habitantes de aquella casa. Todo eran desacuerdos y contradicciones, dudas de unos con otros y peleas, juicios, murmuraciones. Sin embargo, Ana, encerrada en las páginas de su diario, ampliaba todas las dimensiones de manera defensiva, contra todo aquello que estaba destruyendo la vida de su familia y la de los demás acompañantes de la casa. Pero el milagro ocurría cuando Ana comprobaba cómo se ampliaban ante sí las dimensiones de su estrecha libertad, por medio de la inmensa soledad que se abría ante una nueva página en blanco. Cuando estaba ante su cuaderno disminuía la inaguantable presión por medio de la infinita oscuridad de la noche. Era el escape, la ausencia de límites, la desaparición de todas las barreras que causaban esa —para una niña de su edad— inexplicable angustia vital. Entonces era cuando Ana se transformaba en una chica feliz y llena de esperanza en virtud de todo lo que su padre le había inculcado; porque, delante de su diario, ella no escribía exactamente, simplemente rezaba. Sí rezaba con fuerza, llena de esperanza y de valor, ilusionada por un futuro distinto. Y rezaba al Dios que conocía, en el que creía y en el que depositaba toda su confianza; el Dios de sus mayores, lleno de amor y misericordia, incluso para sus enemigos. Cada vez que escribía, recibía la paz que anhelaba y no encontraba en ningún lugar de la casa. Cada vez que rezaba, encontraba una libertad sin límites dentro de la cárcel en la que vivía. Cada vez que escribía, y por eso era lo más importante para ella, no se encontraba sola, pues sentía a su Dios con ella. ¿Qué más, por tanto, aprender de ella? Tal vez su Dios —mi Dios— pensó Octavio, permitió la barbarie para no cortar la libertad que a los hombres había dado en origen —pues Dios no puede ir contra sí mismo—. Tal vez su Dios podría haber evitado que Ana muriera; pero esa respuesta no nos corresponde darla a nosotros, como no nos corresponde responder al porqué de tantas muertes sin sentido. Pero Dios vio en esta jovencita una oportunidad más para clamar a los hombres, para mostrar sus lágrimas ante la violencia y se volcó con ella en un canto más de esperanza, en una nueva posibilidad —como otra más— de avisarnos a todos de su presencia. La lección aprendida está en acudir a Él, que es el único capaz de transformar una triste vida, una cárcel tenebrosa y un mundo trágico, en un canto de esperanza, como Ana hizo al escribir su diario. Gracias, Ana Frank.