Dijo Jesús a los fariseos: «Había un hombre rico que vestía de púrpura y de lino y banqueteaba expléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles le llevaron al seno de Abrahán. Se murió tambien el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vió de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó: «Padre Abrahan, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas». Pero Abrahán le contestó: «Hijo, recuerda que recibistes tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces». El rico insistió: «Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio evites que vengan también ellos a este lugar de tormento». Abrahan le dice: «Tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen». El rico contestó: «No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán». Abrahán le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto». Lc 16, 19-25.27-31
Cuando eramos niños, nos explicaron la tragedia del rico Epulón. Con el tiempo vine en conocimiento de que en el Evangelio no existió el tal Epulón, sino que se trata de una traducción redundante; Epulón no es una persona concreta, es un genérico «epulón», simplemente un «hombre rico». Y con ello ya se ha dicho mucho, porque el pobre Lázaro sí aparece, por contraste, con su nombre propio, en este relato que tiene por destinatarios, conviene subrayarlo, a «los fariseos».
Se dice que una muy conocida heredera de un archimillonario dejó una nota que angustiadamente declaraba «Soy tan pobre que sólo tengo dinero». Es patético, pero plantea una paradoja muy real; el dinero no sirve para colmar el ansia humana de felicidad. Ahora bien un pobre puede ser muy rico en felicidad, en amigos, en sentido de la existencia, en amor, en sabiduria, en esperanza. En cambio, el rico -aunque tiene mucho dinero- no llega ni siquiera a tener nombre propio, no tiene identidad, está sin misión que cumplir, vaga sin sentido. La «abolición de lo humano» avanza insensiblemente con el progreso material. La riqueza mina y anula al hombre, de nada le aprovecha banquetear todos los dias (¡Cuanta exaltación del refinamiento gastronómico!) ni vestir «púrpura y lino», carísmos tejidos que evidenciaban poder, riqueza y distinción (¡Cuanta exaltación de la moda y la alta costura!). Incluso lo enterraron -hecho que no consta respecto del llagado Lázaro- conforme a su condición de «rico». (¡Cuanto mausoleo o panteón pretende en vano prolongar la vanidad!).
Resulta curioso que el lamido por los perros, postrado y «marginado» receptor de sobras, súbitamente tenga nombre propio. Asombroso y revelador es que en el infierno el genuino «anónimo» – el sin alma- llame al mendigo por su nombre : «Manda a Lázaro…» repite dos veces. Y Abrahán, efectivamente, también «lo conoce por su nombre», y guardaba memoria de sus padecimientos.
Aparentemente, el epulón, atormentado por el infierno, se convierte. El diálogo de ultratumba era posible para los fariseos, que no negaban la resurrección de los muertos. Cada frase es riquísima si se cohonesta con otros pasajes:
1º. Pide alguna correspondencia de Lázaro; apenas humedecer su lengua. Pero eso es lo que hizo Jesús en el «efetá»
2º. Apela a «su» padre Abrahán. Apela al bendecido por Dios con una descendencia inumerable.
3º. No se justifica, pide abiertamente «piedad de mí», y le describe su tortura por las llamas.
4º. Encaja la denuncia o reproche de Abrahán; no niega que ya recibió «sus bienes».
5º. Insiste y porfía; así le recuerda a Abrahan más veces su irreversible paternidad.
6º. Rompe su egoismo y, tal véz por primera vez, se preocupa por «otros» aunque sean de su casa, sus cinco hermanos (penta-fratria).
7º. No se postula como mensajero, le basta con que sea Lázaro, cuya muerte les consta a ellos, quien les lleve la grave advertencia.
Pero nada de todo ello es válido; tanta verborrea o dialéctica es inútil. La Justicia de los «escribas y fariseos» no abre el cielo.
Lo explica la primera lectura, de Jeremías, que se ha proclamado hoy. En Jr 17 9, la Bíblia de Jerusalén afirma: «El corazón es lo más retorcido, no tiene arreglo: ¿Quién lo conoce?». La respuesta a nuestro «retorcimiento», que caracteriza nuestro corazón, está diáfana en el versículo siguiente: «Yo Yahveh, exploro el corazón, pruebo los riñones, para dar a cada uno según su camino, el fruto de sus obras». Al Señor se le puede mentir, se le puede dar culto, se le puede aparentar lo que se quiera; lo que no se logra nunca es engañarlo.
El salmo lo ha confirmado: «Porque Yahveh conoce el camino de los justos, pero el camino de los impios se pierde» (Sal 1 9) La felicidad, la dicha, es para los que no van al consejo de los impios (Sal 1.1).
Hablamos del Salmo primero. !Dichoso el hombre que se complace en la ley de Yahveh, su ley susurra día y noche¡ … «Tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen«.
La escucha tiene que ser sincera, con el corazón, de lo contrario ni la resurrección de un muerto -hablaba de Él- aprovecha. Y eso se prueba con hechos históricos, con «un camino», con una sucesión de experiencias que construye la biografía de cada cual y, a la postre, no se enjuicia las obras en sí mismas sino -¡ojo!- a los «frutos». Tal vez, como para Lázaro y para tí que eres un pobre con nombre propio, los frutos se nutren de la certeza de la vida eterna.