En aquel tiempo llegaron la madre de Jesús y sus hermanos, y desde fuera lo mandaron llamar. La gente que tenía sentada a su alrededor le dijo: ¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan. El les responde: ¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre. (Marcos 3, 31-35)
Desde el comienzo del capítulo 3 del Evangelio de Marcos se va manifestando que Jesús es el Mesías, el señor del sábado, el verdadero camino de salvación. Por eso las gentes se agolpan a su alrededor –algunos porque no lo entienden, pero la mayoría admirados-. Y vemos en el contexto como el conocimiento y el amor a Jesucristo ha traspasado las estrechas fronteras de Galilea y se extiende por toda Palestina, como un preludio de la universalidad del Evangelio. Justamente, y no es una metáfora, la semana anterior la Iglesia ha celebra una petición pública por la unidad de los cristianos; eco precioso de eterno mensaje de nuestro Señor.
Pero sigamos con nuestro Evangelio: La gente se agolpa alrededor del Señor, constantemente, y cada vez más… Y los buenos apóstoles, llevados de su cariño al Maestro, le señalan, como para que descanse, que su madre y sus hermanos le están buscando.
Parece muy importante aclarar que no significa, para nada, que Jesucristo tuviera otros hermanos, sino que la cercanía con Dios y el cumplimiento de su Voluntad supone un parentesco con Cristo más profundo, más estrecho, más real que el parentesco de la carne. Así, además, se afirme en el Catecismo de la Iglesia Católica número 2233: “Hacerse discípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir”.
Históricamente, en aquella época, la expresión “hermanos de Jesús” se refería de un modo extenso a parientes en general, pues en los idiomas antiguos (hebreo, arameo, árabe, etc.) era habitual esta expresión para indicar, incluso, no sólo los pertenecientes a una familia, a un clan, sino también a una tribu.
Profundizando más, la expresión que emplea Jesús “Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”, es también un homenaje a Santa María, precisamente por esa identificación con su Hijo. Bella y claramente señala esta postura el Concilio Vaticano II en el número 58 de la Lumen gentium: “(Santa María) acogió las palabras con las que el Hijo, exaltando el Reino por encima de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que escuchan y guardan la palabra de Dios como Ella lo hacía fielmente”.
Por lo tanto, vale la pena recordar que nuestra Madre la Iglesia siempre ha profesado con plena certeza que Jesucristo no ha tenido hermanos de sangre en sentido propio: es el dogma de la perpetua virginidad de María. Es el dogma mariano más antiguo que existe tanto en la Iglesia católica como en la Iglesia ortodoxa. Según el cual María fue virgen antes, durante y después del parto y no tuvo otros hijos. El segundo Concilio de Constantinopla (año 553) la otorgó a María el título de “Virgen perpetua” Y, aunque siempre se ha aceptado esta grandiosa verdad, el Papa Pablo IV lo reconfirmó el 7 de agosto de 1555 en el Concilio de Trento.
Agradezcamos a Dios querer ser de su familia, querer acercarle mucha gente, y vivir como su Madre, cada uno según su condición, con corazón casto, lo cual es camino y consecuencia de la unión con Jesús.