Israel camina eufórico hacia la tierra prometida. Es testigo de las prodigiosas intervenciones de Dios a su favor frente a Egipto, la nación que le había sometido a esclavitud y a innumerables vejaciones a lo largo de siglos. De momento, en el caminar del pueblo santo todo es alegría porque pueden palpar con su alma a Yahvé, su Dios, como liberador y protector. Pero pronto llega la murmuración contra Aquel que les envía el maná del cielo. Sus estómagos pedían otro pan, un alimento con cuerpo y sustancia.
Israel es imagen de la elección que, como tal, conlleva su consiguiente historia de amor que Dios hace con él; en realidad en Israel Dios estaba eligiendo y amando a todos los pueblos. En este sentido hemos de anunciar también que no existe una historia de Amor, así con mayúscula, que no conozca el drama de la aparente ausencia de Dios. Hablamos del hombre tentado. Y quiero hablar de la tentación no como una carga ante la cual nos doblamos, sino como ocasión para crecer y escoger. Toda historia de amor con Dios que se precie lleva consigo sus pasajes de tinieblas. Es bajo esta dimensión que hay que entender cada historia de amor verdadera entre el hombre y Dios.
Israel camina entusiasta a lo largo del desierto. Es cierto que sus euforias se han visto atacadas ante el hambre y la sed que golpearon sus cuerpos fatigados. El pueblo comienza a protestar; y Dios, el pedagogo de su fe, les proporciona agua y alimentos que necesitan en el momento oportuno.
Sin embargo, llega una momento en el que la murmuración de los israelitas alcanza decibelios insospechados, dando paso a una rebelión abierta «contra Moisés y contra Dios» (Nm 21,5a). Aunque parezca increíble, se rebela infantilmente contra Yahvé, el que cada día les envía el maná del cielo para fortalecerles en sus pasos hacia la libertad. En el colmo de sus caprichos, el pueblo desprecia este alimento llegando a decir que es «un pan sin sustancia», sin cuerpo (Nm 21,5b). Nos dice el cronista que así fue como explotó el pueblo a causa de su cansancio y de su hambre… No hay duda que sus estómagos pedían otro pan, un alimento más consistente.
seducidos por el placer, el poder y la fama
Damos un gran salto y vemos, en una situación parecida, a Jesús después de su ayuno en el desierto. Nos dice Mateo que «al final sintió hambre» (Mt 4,2). No es difícil reconocer la similitud entre ambas situaciones. Israel, extenuado y hambriento en el desierto, se convierte en presa fácil para el Tentador, quien consigue que el pueblo de los amores de Dios, «la niña de sus ojos» (Dt 32,10), se rebele contra Él.
Dado que esta historia de amor por parte de Dios por un lado, y el envenenamiento que Satanás inocula en el corazón del hombre provocando su rebelión por otro, parecen ser el cuento de nunca acabar, Dios se hace hombre. Lo hace para desenmascarar la mentira del Tentador y para ahogar sus impulsos asesinos y homicidas contra el hombre (Jn 8,44).
Jesús, pues, para abrimos el camino de la verdad frente al Mentiroso, se expone a sus argucias, se deja tentar en una situación, como hemos visto, parecida a la de Israel en el desierto. También Él está extenuado y hambriento después de su prolongado ayuno. Se nos habla de cuarenta días que, como sabemos, es un número simbólico que se asocia a los cuarenta años de Israel en el desierto. Antes de entrar en la confrontación entre el Hijo de Dios a favor del hombre, y Satanás, siempre en contra suya, damos una nota catequética acerca de la rebelión de Israel. ¡Están hartos del pan que Dios les envía del cielo porque es un pan sin cuerpo y sin sustancia!
Este es nuestro continuo y perenne problema con Dios: nos sentimos más seguros aferrados a lo visible, a lo que podemos ver, palpar, dominar, poseer, e incluso domesticar. No nos parece que esto sea posible con los «bienes invisibles» que Dios nos ofrece. No tienen cuerpo, ni contorno, ni forma. No los podemos moldear a nuestro capricho como los bienes visibles.
El caso es que nuestro corazón es tan esclavo y dependiente de lo que puede tocar, poseer y dominar, que la victoria del Tentador, sin la intervención de Dios, parece segura e inapelable. Es por ello que el Señor Jesús se dejó tentar en líneas parecidas a las del pueblo elegido. Al dejarse tentar nos enseñó a vencer. En realidad las tres tentaciones a las que se expuso voluntariamente tienen un mismo denominador común: prescindir del «pan sin cuerpo» ofrecido por Dios, que no le asegura ni dinero, ni prestigio, ni gloria. En contrapartida el demonio pone delante de nuestros ojos lo que realmente quieren ver: posición, seguridades materiales, pedestal y gloria humana… Esto, todo esto sí que tiene cuerpo, no esas promesas de Dios que se las lleva el viento.
Puesto que las tres tentaciones a las que el Hijo de Dios se somete van en esta dirección, incidiremos en la tercera, que es en la que confluyen todas. «Todavía le lleva consigo el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria, y le dice: Todo esto te daré si postrándote me adoras» (Mt 4,8-9). ¡La gloria del mundo! ¡Vaya si tiene cuerpo, sustancia, esta gloria y no la que nos propone Dios, que da la impresión de que solo existe en las fábulas y mentes quiméricas! Es tan fuerte la llamada de la gloria humana que la mayoría de los hombres piadosos de Israel -y de cualquier parte también hoy- se inclinan y sucumben ante ella (Jn 12,42-43).
la mirada interior del alma
¿Qué hace Jesús, que también es hombre, para vencer al Tentador que tan persuasivamente acaricia con sus mentiras su alma? Acaba de poner ante sus ojos el gran escaparate de la gloria del mundo. Jesús no ha podido menos que echar una mirada. La seducción está servida, nos parece ver al Tentador sonriente y satisfecho; casi le oímos decir, hablando consigo mismo: «este Jesús caerá donde todos han caído». Su burlesca sonrisa se convierte en rictus de estupefacción al oír la respuesta de Jesús: «Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él darás culto» (Mt 4,10).
En su confrontación con el Embaucador por excelencia, el Hijo de Dios nos enseña a tener otra mirada. De esta hablamos ahora. Orgulloso y triunfante se había mostrado Satanás al conseguir que Jesús posase sus ojos sobre la gloria que le prometía. Sin embargo, no contaba este «aprendiz de brujo» que Jesús sabía mirar más arriba, hacia lo alto, hasta llegar a cruzar sus ojos con los del Padre. Así le vemos no pocas veces a lo largo del Evangelio. Nos quedamos con esta de la última cena. Eleva su mirada al Padre, a su gloria, sabiéndose partícipe de ella. Sus ojos ven que esta sí que tiene cuerpo y consistencia…eterna (Jn 17,1 y 5).
En realidad Jesús nunca dejó de mirar al Padre; de hecho solo así, con esta mirada continua, pudo hacer su voluntad, llevar a cabo su obra. «En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre; lo que hace Él, eso también lo hace igualmente el Hijo» (Jn 5,19). Como podemos observar, bien sabe Jesús de la gloria del Padre, y bien sabe que le pertenece, que participa de ella. Es esta sabiduría la que vence inapelablemente al Tentador dejándole sin réplica. Es con esta misma sabiduría, mucho más que a base de fuerza de voluntad, que los discípulos del Hijo de Dios pueden desenmascarar las mentiras del Tentador hasta dejarle sin réplica.
Victoria que se fragua en la ubicación de nuestra mirada. Así como Jesús sabe «mirar al Padre», el discípulo ha aprendido a mirar al Hijo de Dios: “… sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma nuestra fe» (Hb 12,1b Y 2a). Recordemos a este respecto que el mismo Jesús afirma que quien le ve a él, ve al Padre (Jn 12,45) .
Ambos, Jesús y discípulo, llevan a plenitud la mirada de Moisés, el que, tal y como nos dice el autor de la carta a los Hebreos, «se mantuvo firme como si viera al invisible» (Hb 11,27). Esta es nuestra fuerza: ser capaces de ver al invisible con -como dicen los santos Padres de la Iglesia como, por ejemplo, san Jerónimo- «los ojos interiores del alma».
el Pan de la Gloria de Dios
Sin embargo, nada de esto, ni las más sublimes experiencias de la presencia de Dios en los recovecos de nuestra alma, ni el reconocerlo en los entresijos de nuestras entrañas, y hasta la proximidad del calor de su fuego de amor, nos hacen exentos de la tentación. Aun reconociéndonos depositarios y poseedores de las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que son «espíritu y vida» (Jn 6,63b), aun así, el pan de la gloria de este mundo, el pan sustancioso que nos presenta el Tentador, intentará por todos los medios abrirse paso, aunque sea a codazos, en nuestra vida con sus seducciones y promesas.
Ante esta audacia del Mentiroso que se yergue altivo ante nuestra fragilidad, nuestra única salida, nuestra única garantía de victoria, es mirar y mirar al que nos llamó a ser sus amigos y discípulos (Jn 15,15). Si no le miramos a Él, sucumbimos al desaliento igual que Israel en el desierto, quien dio paso al capricho y se rebeló. Sucumbió por falta de sabiduría, por no echar mano de la memoria olvidándose así de las maravillas que Dios había hecho en su favor. Así lo refleja el salmista: “… Habían olvidado sus portentos, las maravillas que él les hizo ver…” (Sal 78,11).
No nos hagamos ilusiones. Participamos de la misma debilidad que el pueblo de Israel, de sus mismos olvidos. Recordemos a Pablo que se siente débil, tan débil que, ante la tentación, le parece estar como «vendido” al poder del pecado. “¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Rm 7, 24). ¡Pues quién va a ser si no el Señor Jesús! Veamos cómo termina este pasaje: «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» (Rm 7,25).
Jesús es el Maestro, el único Maestro (Mt, 23,8). Sólo Él es la Sabiduría del Padre (l Co 1,30). Él nos enseñará pacientemente, una y otra vez, a sopesar entre él «pan con cuerpo» presentado por el Tentador, y el Pan de la Gloria de Dios que nos ofrece y que pueden ver nuestros ojos, si alzamos nuestra mirada hacia lo alto, hacia Él: «Así pues, si habéis resucitado con Cristo,· buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios … Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él» (Col 3,1-4).