Empecemos por el final:
“… y sucedió que, cuando Jesús dio fin a estos razonamientos, se pasmaban las turbas de su enseñanza, porque les instruía como quién tiene autoridad y no como sus escribas” (Mt 7,28-29).
Estos dos versículos al final de una perícopa mucho más amplia, son anotaciones de un testigo ocular de dos hechos, sea cual fuere el modo y manera como le llegaran a Mateo: el primero es el haber oído con sus propios oídos la doctrina a que se refieren; el segundo haber visto con sus ojos propios cómo la gente quedaba pasmada al escucharla. También son una reflexión del tal testigo: esa instrucción le sale de dentro al Maestro, no es un externo recitar de argumentos aprendidos, como era el caso de sus gramáticos o escribidores.
Todo el discurso de Jesús se extiende en los capítulos 5,1 a 7, 29, e incorpora doctrinas y enseñanzas de Jesús de índole distinta y provenientes de circunstancias diversas. Pero este discurso ¡sienta cátedra!
La Palabra hace la sede y no la sede la palabra
Cuando, viendo Jesús la muchedumbre que le seguía, sube al Monte y se sienta, la Cátedra de las cátedras queda creada; y el Monte entero se transforma en una Catedral: seguramente la primera de la historia, aunque ya Moisés debió tener también la suya, a tenor de aquello del mismo Maestro: “En la cátedra de Moisés se sentaron los escribas…; haced lo que os digan, mas no hagáis lo que ellos hacen”. La Ley, en cuanto tal, era la enseñanza, y su promulgación en el Sinaí confirió a este la categoría de lugar de asentamiento de la cátedra. Pero, no cabe duda, que la cátedra y catedral del Señor son mucho más excelentes que las mosaicas. Se ve muy claro en la Carta a los Hebreos.
Todo el Monte cercano a Cafarnaún deviene, pues, silla de predicación e instrucción; el propio Jesús dirá después que hasta las piedras podrían hablar y dar voces, llegado el caso (Lc 19, 40). Magnífica catedral, única en su estilo: tiene por vidrieras el inmenso cielo azul de Galilea y por pórtico la ribera del Mar de Tiberiades.
Pero lo más importante es quien enseña: por él una simple piedra o silla alcanza una dignidad poco común. Habrá posiblemente catedráticos que estén convencidos de que sus palabras adquieren fuerza por la sinergia de sus argumentos y la singularidad de su púlpito. No es el caso del Maestro Jesús de Nazaret. En este caso, mas bien, la Palabra hace la sede y no la sede la palabra. Tal fue lo que dijo.
Y ¿qué dijo?
Asombra leer en Mateo el efecto maravillador producido en las gentes por lo que les habló.
Bien, pero ¿qué dijo?
Ese efecto lo expresa el evangelista con un término que sólo es traducible perifrásticamente, alargando su significado para no perdernos los matices semánticos que nuestros “pasmar”, “asombrar”, “admirar”, etc. no aciertan a manifestar del todo. Podríamos decir que a aquellas gentes que tenían ya la orejas y los ojos abiertos se les “abrió también la boca” (cosa que podía verse a simple vista) y se les “esponjó el corazón” (cosa que se traducía en sus rostros y gestos). Así pues, quedarse con la boca abierta y el corazón dilatado es quizá lo que Mateo quiso consignar. En otros lugares del evangelio vemos que las gentes, ante los prodigios obrados por Jesús, bendecían a Dios, que tan gran poder ha otorgado a los hombres, mientras que los sabios y entendidos no glorificaron así a Dios, antes bien atribuyeron a “malas artes” las maravillas de Jesús. Como dice San Pablo, su entontecido corazón les impedía ver con claridad y embotaba su mente. La cardioesclerosis suele producir la muerte de la fe por colapso; la acogida de la palabra, empero, dilata las arterias por las que corre la vida y la gracia. Precisamente vino la Palabra al mundo para que tuviéramos vida y vida abundante.
Sí…, pero ¿qué dijo?
Dijo: “Oísteis que se dijo… Pero Yo os digo”.
Pero Yo os digo
En torno a este dicho procuraré agrupar en unidades significativas el Sermón del Monte, concediéndome cierto margen de maniobra al parcelar y ensamblar unos textos con otros, y al reflexionar sobre la instrucción del Señor. En esta primera catequesis la reflexión girará entorno al “Pero Yo os digo”.
De otra parte, la pretensión de contestar a la pregunta formulada antes es desmesuradamente grande: el mismísimo San Juan reconoce al final de su evangelio que ni en todos los libros del mundo cabrían los hechos y dichos de Jesús. Este Sermón del Monte es un manantial de inagotables reservas de sabiduría: cuanta más agua sacas, más grande se hace el manantial, porque más crece tu sed y la necesidad de aquella. Nos ocurre lo que a la samaritana y a sus convecinos.
No obstante, podemos intentarlo, con su ayuda. Todo el discurso, recogido en Mt 5,1-7,29, es una maravillosa iglesia catedral de la Sabiduría de Dios; y en su pórtico hay un “Arco de Vida Eterna” de formidable fábrica, sostenido por cinco columnas macizas, y con una piedra en cuña, dovelada como sólo Dios sabe hacerlo: el perdón de la ofensa que provoca el homicidio (Mt 5,21), la pureza del corazón que corta el escándalo de la carne y lo arroja lejos (Mt 5,28), la propuesta del amor conyugal en la “unidad del principio” (Mt 5,32), la palabra en la Verdad consiste como el cielo y la tierra mismos (Mt 5,34), la sobreabundancia de la nueva justicia por encima del talión (Mt 5,39); estas, las columnas; la dovela, el amor al enemigo (Mt 5,44).
Y el asombro empieza ya
Visto el pórtico así, el arco ni es liso ni estático: impresiona en nuestros ojos un vaivén como el ir y venir del arado que maneja el labriego con su mano puesta en él y que, sin mirar para atrás, abre la tierra para la sementera. Va y viene el gesto del Señor y su Palabra deja el Monte a punto para el nuevo ciclo cosechero año.
Nos podríamos preguntar cómo sería una tierra de labranza fecundada y madurada de este modo. ¿Cómo sería nuestro mundo si hiciéramos caso, individual y socialmente, a lo que Jesús dice sobre el homicidio, sobre la traición al amor conyugal, acerca del desgarro de lo que Dios un día unió como “orden” de ese amor, en cuanto al empeño de la palabra en su desempeño frente a la verdad sencilla y clara, con respecto al ajuste de cuentas —ni por más, ni por menos—, al que tan proclives somos; y, ante todo, por lo que mira al enemigo, al que no puede amar?
Este decir del Señor ara, abre sembrados en terrenos éticamente tan duros que son imposibles humanamente: tan imposibles como necesarios y deseados. Hoy también (como tantas veces en la historia) se pretende reducir o constreñir la palabra de Jesús a un “–ismo” manejable y variable: los sistemas normativos son relativos por su misma condición y perfectamente consensuables a escala universal; basta crear los espacios correspondientes al diálogo racional y no excluyente. La confluencia de la Palabra con la Humanidad no soporta este reduccionismo. “…pero Yo os digo” es mucho más que una exhortación a hablar todos por turno, y va mucho más allá que las apremiantes necesidades generacionales del consenso. Su pretensión afecta al todo de la Historia y al entramado último de eso que llamamos Humanidad. Luego vendrá el diálogo en búsqueda del consenso, porque lo prioritario es concedido de gracia al ser humano, quiero decir a los hombres y mujeres concretos que viven el drama de la existencia en sus carnes, durante los días que caminan en esta tierra. Jesús ofrece una economía nueva, que lleva a plenitud la antigua, como la conjunción de tierra, agua, sol y tiempo dan al grano sembrado su debida plenitud en la espiga.
De gracia cae la Palabra cual la lluvia tempranera y la serótina; hace la voluntad de Dios, y sólo entonces vuelve al cielo, para volver a llover…
Dios habló de muchas maneras, aunque fragmentaria y provisionalmente, en los días pasados (ver Hb 1,1). Y sólo Dios puede hablar de nuevo y ahora para acrecentar su primera Palabra en esta Palabra definitiva y plena. Toda la fuerza y grandeza de la instrucción del Monte estriba en el personal “Yo os digo” frente al impersonal “se dijo”; sin detrimento, en modo alguno, de la personalísima intervención de Dios en Israel. Muy lejos de oponerse dos conceptos de Dios, es manifiesto que el asombro maravillado de la gente se produce en ella porque descubre que el Dios de los padres se hace presente en el carpintero de Nazaret, en el joven hijo de José y María. El asombro no conoce medida: ese carpintero joven es la juventud del Dios de Moisés, es la encarnación en ese momento (y en todos, claro, los momentos) del eterno Amor del Dios de siempre; se asombra la gente porque aprende que “antiguo” referido a Dios y a las promesas significa “de siempre y de hoy también”. La boca de Jesús les da la Palabra que su corazón (que nuestro corazón) necesita para ver al antiguo y siempre verdadero Dios en la novedad maravillosa del Maestro: ¡justo por eso es Maestro!
Creo que este es el corazón del cristianismo: Dios ama a todos y cada uno de los hombres de una forma nueva para cada cual: de conformidad con sus peculiares necesidades de ser amado, porque la persona es esto: necesidad de ser amado singular y peculiarmente. La gente bajaba de la montaña diciendo: “Yahvé Dios a mí me quiere”.
Ya Oseas demostró que la salud del corazón depende de que tenga una Palabra reservada para él, en algún lugar del desierto. El Dios de Oseas muestra un lado débil, necesitado de que alguien precise de su Amor que pasa por encima de todo para musitarle quedamente oráculos de vida, designios de ternura y no de aflicción. La debilidad de Dios es que nos ama demasiado, que padece mal de amores y que, en el colmo de los colmos, nos manda a su Hijo querido con este recado: “Ve y diles”. Por eso, Jesús, que encuentra su diario alimento en hacer la voluntad de quien lo envió, viene y nos dice: “…Yo os digo: no mates, no adulteres, no te divorcies, no perjures, no ajustes cuentas ni por más ni por menos y, sobre todo, cree que puedes amar —en vez de odiar— a tu enemigo”.
El drama del existir humano queda establecido definitivamente: la debilidad de Dios adquiere la fortaleza de la Cruz que no se resiste al mal: el pecado y la muerte se alean con la virtud y la vida; la cizaña crece en el mismo campo y entremezclada con el trigo bueno, el amor y el odio tejen los días de nuestra vida. Ahora bien, el Amor de Dios es igualmente justicia y lealtad: el príncipe de este mundo tiene los días contados, pesados y hallados faltos. Con el aliento de su boca, el mismo Jesús que habla desde los peñascos del Monte de Galilea, matará al enemigo último. Su aliento es salud para nosotros y muerte para el maligno y para la muerte misma.
Desde su cátedra sobre la peña del Monte ve Jesús pasar el cielo y la tierra con sus bondades y males; lo que nosotros gozamos y sufrimos: sabemos que amar es lo bueno, y lo malo odiar. Por esta experiencia pasa todo ser humano. Nos consuela que las palabras del Señor no pasarán: quedaran grabadas en piedra, haciendo del Monte una Catedral de infinita belleza y eternidad, como la Sagrada Familia de Gaudí. Es sólo cuestión de tiempo, de dar un tiempo y otro tiempo y medio tiempo más… y la semilla alzará al cielo la grandeza de una espiga dorada.
Una mujer escucha, y sus manos se estremecen cuando Él mueve las suyas y sus ojos ven a Adonai en los de su hijo; y su corazón se acompasa al latir del de Jesús. Por las palabras que oye, su memoria actualiza aquellas otras de Isaías que hablaban de ella y del nombre de “Dios con nosotros” para su primogénito (Is 7,14).
El primer corazón inundado de gracia y ternura por el Sermón del Monte es el de María. La Luz de las colinas cercanas a Cafarnaún se prende en sus ojos, ilumina su rostro y se posa quedamente en sus manos. Su divina feminidad y maternidad está henchida de dulzura para con nosotros que somos pecadores.