Juan Antonio Tuñón«En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, entró en casa de Simón. La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta y le pidieron que hiciera algo por ella. Él, de pie a su lado, increpó a la fiebre, y se le pasó; ella, levantándose en seguida, se puso a servirles. Al ponerse el sol, los que tenían enfermos con el mal que fuera se los llevaban; y él, poniendo las manos sobre cada uno, los iba curando. De muchos de ellos sallan también demonios, que gritaban: “Tú eres el Hijo de Dios”. Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías. Al hacerse de día, salió a un lugar solitario. La gente lo andaba buscando; dieron con él e intentaban retenerlo para que no se les fuese. Pero él les dijo: “También a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado”. Y predicaba en las sinagogas de Judea». (Lc 4, 38-44)
Esta lectura es bastante clara para el cristiano; por un lado nos llama a la humildad, a no ir pregonando quiénes somos ni lo que valemos, pues todo es gracia del Señor; y por otro lado, nos recuerda la misión a la que está llamado todo cristiano. Al igual que Jesucristo tenía muy claro que no debía de quedarse quieto, nosotros, no debemos permanecer impasibles. Si verdaderamente nos creemos la Palabra y sabemos del Reino de Dios, estamos llamados a anunciarlo al mundo, y salir de nuestras casas a pregonarlo, sin miedo a lo que nos puedan decir.
Si yo sé que en el pueblo de al lado hay un hombre que cura el cáncer, ¿cómo no decirlo a los enfermos? Así pues, si realmente sé —y he experimentado en mi vida— que Jesús es el hijo de Dios y me cura de mis dolencias y de mis pecados, y me garantiza el Reino de Dios, ¿cómo no decirlo a mis vecinos, compañeros de trabajo, amigos, familiares, incluso a los desconocidos?
No nos pide ir como Cristo hacía, a otras ciudades. Nuestras otras ciudades son el portal de al lado y el prójimo que camina en nuestro propio barrio.