Cuando Moisés suplicó a Dios que deseaba verle, contemplar su gloria, su rostro, Él le respondió: “Mira, hay un lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña. Y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver” (Ex 33,21-23).
Con estas palabras Dios le está señalando que hay un lugar junto a Él desde el cual podrá verle aunque no de frente sino por las espaldas. Expresión esta que da a entender el velo que separa la divinidad de la humanidad. Velo que el mismo Hijo de Dios rasgará y hará desaparecer por medio de su muerte (Lc 23,45). El apóstol Pablo se hace eco de este acontecimiento (2Co 3,14-16), y que permite al hombre penetrar en el Misterio de Dios oculto y latente en su Palabra.
Jesús, Palabra del Padre, es quien nos conduce al lugar junto a Dios, ahí donde Él tiene plantada su Tienda (Jn 1,1). Todo aquel que se abraza a su Evangelio tiene un lugar en la Tienda que el Hijo plantó junto al Padre. Vivir en la Tienda, llegar a ser su Palabra. No nos asombremos de esta afirmación, y pongamos nuestros ojos y oídos en un discípulo de Jesús de los que podríamos llamar de las primeras hornadas como es Ignacio de Antioquia. No tengo la menor duda de que todos nos alegramos con las palabras tan bellas que dijo poco antes de entregar su vida: “He llegado a ser —en cuanto discípulo de Jesús— Palabra suya”.
Afirmar que la Palabra es el lugar junto a Dios es decir todo y, al mismo tiempo, nada. Me explico: En cuanto expresión, se adecua perfectamente a la verdad; sin embargo, corre el peligro de ser una de las muchas frases hechas, vacías de contenido, que sólo sirven para dar lustre a no pocos documentos elaborados por movimientos, comunidades e instituciones. Algo así como los titulares de los periódicos, que tienen que ser impactantes para atraer a los lectores.
Dicho esto, vamos, cogidos de la mano del Espíritu Santo, a intentar desentrañar, al menos en parte, la inmensurable riqueza que encierra la respuesta dada por Dios a la petición de Moisés. No sin asombro, y hasta con susto, nos disponemos a repartir el valiosísimo cofre que Dios, en su misericordia y libertad, ha puesto en nuestras manos. Como meros instrumentos suyos, os hacemos partícipes de este tesoro con el mismo espíritu que animaba a aquel sabio de la Escritura que dijo: “Con gozo recibo la sabiduría, con sencillez la comunico; no me guardo ocultas sus riquezas” (Sb 7,13).
Empezaremos por fijarnos en la hendidura de la peña en la que Dios le dice a Moisés que lo va a colocar. Podríamos ver en ella la vida oculta en Jesucristo, según la catequesis que el apóstol Pablo da a los colosenses (Col 3,2-3). A la luz de esta realidad, sabemos que existe en la Roca —Jesucristo— una hendidura que te pertenece a ti y que a ti te toca buscar. Se trata de la hendidura que Jesucristo se dejó abrir en sí mismo cuando fue atravesado por la lanza. Ella es tu lugar junto a Dios, es desde ella desde donde, como está profetizado, podrás contemplar a Dios y saciarte de la Luz de su rostro (Sal 34,6).
Es en este sentido que hemos de entender la fe. Es como un encuentro que podríamos llamar explosivo entre Dios y el hombre. Quizá lo entendamos mejor si señalamos que es un contacto, con garantía de permanencia, entre Dios y el hombre que mutuamente se buscan. Dios que pone sus huellas en el corazón del hombre, y éste que se lanza al encuentro del Ser que casi le ha descolocado con su Presencia. Digamos con san Juan de la Cruz que le dejó herido y también hambriento de eternidad.
Así pues, tenemos un corazón-espíritu alcanzado y tocado por Dios que lo ha dejado inquieto, intranquilo, sediento por encontrar sus raíces, éstas que le hablan de que no es una “cosa más” en la naturaleza; que no está sujeto al brutal determinismo de todo lo que nace, crece y muere. La Presencia de la que es portador, incluso aun cuando la ignore o relegue, engendra en él intermitentemente impulsos de vida imposibles de sofocar. Son como la marea que, aunque se repliegue, vuelve a la carga sin que ninguna fuerza humana pueda impedírselo.
Todo ser humano que acepta que esos impulsos no son una especie de accidente o algo superfluo en lo que respecta a su existencia, ya está, aun sin saberlo, dando los primeros pasos en su búsqueda de ese su lugar junto a Dios. Lugar donde sus gemidos -aun cuando casi imperceptibles- de inmortalidad tiene quien los recoja: el mismo que los provoca. Este lugar cobra toda su importancia para el ser humano cuando éste se apropia de él como su lote y heredad, como la herencia que correspondió a los hijos de Leví al llegar a la tierra prometida y que en definitiva es el mismo Dios: “Yo soy tu parte y tu heredad” (Si 45,22). Heredad de la cual dijo el salmista “es preciosa para mí” (Sal 16,5-6).
Los discípulos de Jesús, de quien son figura estos hijos de Leví, han buscado y encontrado su lugar, su lote, su heredad; saben lo que han encontrado, dónde han plantado su tienda, es decir, su existencia, y no tienen ninguna intención de desplazarse. Les encanta este su lote en el que cada día vienen a recoger sus fuerzas y sus amores, aquellos que su alma necesita.
Antonio Pavía