«Entonces le presentaron unos niños para que les impusiera las manos y orase; pero los discípulos les reñían. Ante esto, Jesús dijo: Dejad a los niños y no les impidáis que vengan conmigo, porque de los que son como ellos es el Reino de los Cielos.
Y después de imponerles las manos, se marchó de allí» (San Mateo 19, 13-15).
COMENTARIO
Es costumbre que los alumnos se presenten ante su maestro para recibir su bendición. El maestro impone las manos sobre sus cabezas y reza por ellos. Hay algo sagrado que baja a través del gesto y la oración. Seguramente, Jesús lo hacía sobre sus discípulos… pero hoy han aparecido unos niños y el Maestro les bendice imponiendo sus manos y rezando por ellos. Y hay algo que los discípulos no entienden: qué hacen unos niños aquí. Después de los milagros, de las curaciones, de los demonios expulsados, de las expectativas de gloriosa misión que se presienten, del Reino que llega… después de tanto poder, ¿qué hacen unos niños aquí? Hay algo que no se entiende y que suena a broma fuera de lugar, que empaña la sublimidad que perciben. Y que hay que cortar. Fuera los niños.
Pero el Maestro vuelve a romper los sueños humanos, demasiado humanos, de los discípulos, como tantas otras veces. “Dejad a los niños y no les impidáis que vengan conmigo, porque de los que son como ellos es el Reino de los Cielos”. Pedro y los demás vuelven a reconocer ese modo de hacer del Maestro, que les deja sin palabras, sin los habituales modos de comprender. “… de los que son como ellos…” Ser como niños para pertenecer al Reino de los Cielos. Mirar a los niños, aprender de ellos. Guardan silencio los discípulos mientras el Maestro impone las manos y reza por ellos. Los niños están contentos de estar con Él, se confían, se sienten queridos. Miran al Maestro como quien se olvida de sí y vive en la mirada del otro, que comprende y acoge. Nada más.
Jesús, “después de imponerles las manos, se marchó de allí”. Los discípulos caminan al lado del Maestro, en silencio.