«En el año 1977 don Álvaro escribió dos cartas a mi familia, con motivo de una enfermedad grave de mi madre. Su mensaje era de cariño y de confianza en Dios. Le conocí en la Semana Santa de 1984, en el marco de un congreso internacional de estudiantes en Roma. Yo tenía diecisiete años y él setenta, y participé en tres tertulias donde él respondía a preguntas de los jóvenes. Posteriormente tuve la oportunidad de participar en otros encuentros semejantes en Roma y en España. En 1992, acudí con un amigo mío protestante a una tertulia con él. Mi amigo le planteó por qué los católicos tenemos tanta veneración a la Virgen. Don Álvaro afirmó que venerar a la Virgen era “de sentido común”, pues Ella es la Madre de Jesús y Jesús la quiso y la quiere con locura. Si amamos a Jesús, ¿cómo no vamos a amar a su Madre? La última vez que tuve ocasión de estar con D. Álvaro fue en noviembre de 1993 en Jerez de la Frontera, unos meses antes de su muerte. En esa ocasión le besé la mano. Había sido consagrado obispo tres años antes, aunque más que como obispo lo contemplábamos como padre. Su figura era amable; transmitía cariño, paz. Era muy sonriente. Sus palabras, claras y ordenadas, traslucían su formación: era ingeniero de Caminos y buen teólogo. Había puesto toda su inteligencia al servicio de la fe y de la evangelización y se notaba que hablaba de lo que vivía. Era un hombre de oración.
San Juan Pablo II y Don Álvaro son dos figuras muy asociadas para mí; D. Álvaro hablaba con frecuencia de amar al Papa y se veía que eran amigos. Esa relación quedó especialmente plasmada en una foto que recoge un abrazo de los dos durante la beatificación de San Josemaría en 1992. El día que murió don Álvaro ocurrieron dos cosas bonitas. La primera: un amigo mío no creyente, al ver la noticia en el telediario me llamó para darme el pésame. La segunda: San Juan Pablo II rezó en el velatorio de don Álvaro. Fue un gran detalle de cariño del Padre común»
Antonio Barnés
Doctor en Filología por la Universidad de Granada