“En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará” (San Juan 12, 24-26).
COMENTARIO
Juan tenía grabada en su alma, como cumbre de todas las riquezas, el gesto de entrega hasta la muerte de su Maestro amado. Y también aquel momento cumbre, cuando al resucitar a Lázaro el sereno Nazareno “tenía el alma turbada”, sabiendo que su gloria supondría la muerte, suya y del que quisiera seguirlo. Era el amor en que la muerte que se transforma en vida, como el grano de trigo sembrado en la tierra.
No usó Jesús una comparación de pescadores, ni del mar donde había pasado la mayor parte de su vida pública como el mismo evangelista, —pescador toda su vida— nos proclama. Tampoco usó parábolas de carpintería o madera en la que tanto había trabajado, y eso que bien trabajada por un buenos maestros como José y él, es instrumento útil para ejemplarizar la vida de los hombres que se dejan trabajar por la gracia.
Juan, porque seguro que así lo hizo Jesús, escoge para la entrega total que se exige hoy al discípulo, el ejemplo del grano de trigo. Pero no dice el sembrado –que será otra parábola–, sino el caído.
Tiene unos ribetes eucarísticos innegables, porque aquí no se trata solo de la parábola de la semilla aunque hable de caer en tierra. La semilla de trigo cuando cae en tierra, no solo muere y o se pierde, sino que puede transformarse, seguir su camino natural, echar raíces y multiplicarse en nuevos granos. Y el trigo bueno tiene otras formas de “morir”. Si el grano cae en el molino con otros granos y son triturados, mueren como individuos, pero juntos se hacen harina y pan, se hacen alimento del hombre. Y si hechos uno en el pan, les cae encima la Palabra de bendición del Sacerdote eterno, se hacen carne del hombre Dios, fruto de Vida eterna, el mayor alimento del misterio del hombre en su camino hacia lo eterno.
Jesús se hizo alimento ‘cayendo’ desde el cielo a la tierra, muriendo y siendo machacado por nuestros pecados. Y no quedó solo, aun muriendo, porque siempre está con el Padre, y también siempre estará con otros hombres que mueren cada día de la historia solo por ser testigos de su verdad de Dios. Esos “granos de trigo que mueren” hoy, son también los hijos de Dios, semejantes a Dios, testigos de la fuerza que transforma al hombre.
Caer en tierra y morir para dar fruto, no es solo ser alimento para otros, sino germinar en nuevas semillas que también serán germen de otras y otras. Jesús se consolaba y nos consolaba de su muerte, profetizando la vida de la Iglesia. Por eso se refiere el Evangelio de hoy a la vida física personal de cada uno, que con su consagración e inmolación por la Palabra y la cruz, es fuente y semilla de la nueva vida, el fruto de la siembra de la Iglesia.
Hay dos recomendaciones más. La primera es ‘aborrecerse, —otros traducen incluso odiarse— a sí mismo’. Obviamente es aborrecer el estilo mundano de soberbia y concupiscencia que nos invade (1 Jn 2,16), porque en realidad a lo que incita el Evangelio hoy, es a amarse a sí mismo pero en la vida plena y eterna, junto con los hermanos. Si no fuera así. ¿cómo podríamos amar a los demás como a uno mismo? Si uno mismo se quiere muerto, los demás correrían el mismo camino. Y de hecho es una opción diabólica, más extendida de lo que parece.
La conclusión del Evangelio de hoy es la frase más sabrosa de Juan. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará.”
Es una promesa de relación íntima con el Padre y el Hijo que se da y conserva en el servicio. La proclamación es genérica hoy, porque hay que saber primero: ¿dónde está Jesús para mí? Seguro, en la Iglesia y sus sacramentos. Pero la doble acción de seguir y servir es muy difícil concretarla para cada uno por su abanico enorme de posibilidades. Solo en la oración, en la relación personal con el Padre y el Hijo, escuchando el impulso del Espíritu, se encuentra solución. ¿Seré grano en la tierra? ¿Seré harina y alimento en su mesa? ¿Seré de aquellas espigas que trituraban los Apóstoles en sábado cuando caminaban con Jesús y tantas críticas le costaron?
Averiguarlo y aceptarlo es todo un reto vital.