«En aquel tiempo, dijo Jesús: “¡Ay de ti, Corozain; ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, vestidas de sayal y sentadas en la ceniza. Por eso el juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras. Y tú, Cafárnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno. Quien a vosotros os escucha a mi me escucha; quien a vosotros os rechaza a mi me rechaza; y quien me rechaza a mi rechaza al que me ha enviado». (Lc 10,13-16)
Esta exclamación de Jesús constituye una seria advertencia con la que pretende que cambien de actitud aquellos que están en vías de perdición. Los prodigios que había realizado en Corazín y en Betsaida, así como en Cafarnaún, como aval de su doctrina fueron frecuentes y numerosos; no podía caber la menor duda de que era Dios mismo el que invitaba a todos a conversión. Sin embargo, aquellas gentes que se consideraban seguras en las creencias heredadas de sus mayores; que estaban orgullosas de su alcurnia hebrea; que se creían superiores a los demás, a los que miraban con conmiseración cuando no con desprecio, y que eran proclives a caer en todos los pecados a los que conduce la soberbia, el desconocimiento del amor y el egoísmo, no estaban dispuestas a permitir que un desconocido les diera lecciones de ningún tipo.
Esta contumacia en el error, la altanería que les incapacitaba para reconocer sus equivocaciones —porque ello les obligaría a adoptar una actitud de humildad a la que no estaban dispuestos a acceder bajo ningún concepto— es lo que, de no cambiar, terminaría llevándolos a una perdición irremisible. De tal manera que en el juicio final pudiera estrellarse la misericordia divina contra la altiva libertad de los inasequibles a la conversión. La gravísima consecuencia de esta situación es la que trata de evitar Jesucristo con su exclamación.
Muchos de nosotros, cristianos del siglo XXI, no estamos lejos de las gentes que habitaron en las ciudades mencionadas en el Evangelio. Vivimos firmemente asentados en nuestras creencias, con un corazón del que sale más desprecio que amor hacia los que mantienen otras convicciones religiosas. Nuestra sentida superioridad nos ha proporcionado un halo de virtud que nos permite juzgar a los demás con dureza mientras pasamos de puntillas sobre nuestras propias culpas. Todo esto nos ha ido separando de la sana doctrina predicada por Jesucristo y nos tiene verdaderamente confundidos. El fariseísmo se ha adueñado de nuestras actitudes y con ello, no solamente somos incapaces de ser testigos de nuestra fe sino que escandalizamos a las personas a las que deberíamos tratar de convertir.
Este Evangelio nos brinda una buena ocasión para realizar un examen de conciencia en profundidad. Realmente ¿es el amor al prójimo el que guía nuestro comportamiento? ¿No estaremos amañando la doctrina predicada por Jesucristo para adaptarla a nuestras conveniencias? Si así fuera, nos estaríamos colocando en una situación muy peligrosa pues con la deformación culpable de la conciencia nos será muy difícil poder rectificar; nos parecerá lógico e incluso loable menospreciar o llegar a odiar a personas que, según nuestros criterios “no son buenas”, “están equivocadas y no quieren rectificar”, “nos caen mal por algún daño que hemos recibido de ellas”, etc. Pues bien; estas personas son amadas por Dios y posiblemente serían mejores si se sintieran amadas por nosotros. No por casualidad Dios las ha puesto en nuestro camino. Cuando menos, seremos culpables por un pecado de omisión si no tratamos de hacerlas bien y, sin violentar su libertad, proponerlas la Verdad que conocemos para que se conviertan. No en vano se nos ha dicho: “amad a vuestros enemigos”.
Termina el Evangelio diciendo: “quien a vosotros os escucha, a mí me escucha, quien a vosotros os rechaza, a mi me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado”.
Está claro que Jesucristo nos está invitando a llevar su palabra a todas las gentes, no solo a aquellas que nos caen bien. Pero si hemos cortado con aquellos que consideramos enemigos ¿cómo vamos a predicarlos? Y si no les predicamos ¿cómo nos van a escuchar? Y si no nos escuchan ¿cómo se van a convertir?
Pues bien, pidamos al Señor que nos cambie el corazón, que seamos capaces de humillarnos, de considerar a los demás como hermanos, que por gracia divina podamos no llevar cuentas del mal y, así, entreguémonos de lleno a lo único verdaderamente importante: llevar la palabra de Dios a todos para que se conviertan y un feliz día podamos vivir hermanados para siempre en el Reino.
Juanjo Guerrero