«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia. Recordad lo que os dije: «No es el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra». Y todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió”». (Jn 15,18-21)
Dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando venga el Defensor, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, el dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. Os he hablado de esto para que no tambaleéis. Os excomulgarán de la sinagoga; más aún llegará incluso una hora cuando el que os dé muerte pensará que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os he hablado de esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que yo os lo había dicho».
De los muchos motivos que se nos ofrecen para creer en Jesucristo resucitado, el que hoy —en esta hora— nos propone la Iglesia tal vez sea el más innegable. Es cierto que resulta una ingenuidad pensar que «la Verdad» se abre paso sola. En la predicación, pasión y crucifixión de Jesucristo vemos, y lo constatamos cada día, que Él, que es «la verdad» no triunfó. Constatamos los estragos del mal, si bien el Apocalipsis garantiza la victoria del Cordero. Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron. Pero no solo los suyos, sino que «el mundo» lo rechazó. Todo puede ser una mentira. A la vista está: los jefes del pueblo sobornaron y versionaron la verdad y, sembrada la duda, la certeza queda para siempre lastrada, «hasta hoy» (Mt 28 11-15).
Ya nos puede mostrar sus llagas en sus pies, sus manos y su corazón, ya puede haber uno que haya puesto su mano en su costado abierto, ya puede haber comido con nosotros, siempre será posible la duda; todo puede haber sido inventado por una escuela de pensamiento de un famoso taumaturgo. El se ha marchado, muerto o resucutado y ya nadie lo ha visto en la forma y manera que nosotros vemos y entendemos las cosas y las personas.
Sin embargo, hay un milagro, llamémosle milagro histórico, que sigue vigente. Jesús muchas veces «avisó» lo que le iba a suceder. Unos ni siquiera lo escuchaban; otros oían y no entendían y otro —el más clarividente, Pedro— trató de disuadirlo de su «pronóstico autocumplido». Las advertencias menudean por los evangelios, pero con una evidente ineficacia. ¿Quien le hizo caso? ¿Quien dió crédito a sus palabras?
Llegada la resurrección, este hecho inimaginable resultó una sorpresa total (excepto para su madre María, sobre la cual los evangelistas guardan un cauto silencio); prevalece nuestra «idea» de su imposibilidad. Los discípulos no pueden dar crédito a lo que ven, el hecho hay que reconducirlo a algún esquema de pensamiento previo. La solución: es un fantasma. Con infinita paciencia y mansedumbre el Resucitado les hace asimilar que se trata de Él mismo, y, especialmente, que todo lo escrito acerca de Él había de ser cumplido al pie de la letra (Lc 24 ,44 ss)
Lo tremendo para nosotros es que su cadena de «avisos anticipados» no se cortó con su muerte y resurrección, sino que mandó a los apóstoles, discípulos y testigos a difundir su reino por toda la Tierra. Abrió el tiempo de la Iglesia, y, de modo análogo a cómo había anticipado o rememorado lo que le habría de suceder necesariamente a Él, así también predijo lo que habría de acontecer a quienes dieran testimonio de Él.
Los telediarios y los periódicos dan cuenta, entre presiones silenciadoras o deformadoras, de la persecución religiosa que sufren muchos cistianos. Y nuestra reacción es «escandalizarnos» (¿Cómo es posible que Dios consienta esas atrocidades?) o apelar al Cesar (¿Por qué no intervienen con las armas los guardianes de la paz y los derechos humanos?); eso no se puede consentir, las cosas no pueden seguir así, decimos.
La cuestión no es esa ahora. Es un dato irrefutable. Si se mira uno tras otro el Anuario Estadístico Vaticano, efectivamente, el siglo XX ha producido más mártires que ningún otro. Y el XXI puede ser peor. Lo que aquí importa es reconocer que Él lo había predicho y, sobre todo, que esto nos lleve a la conversión. «Llegará una hora cuando el que os dé muerte pensará que da culto a Dios». El que rige el destino de las naciones sabía bien, para su existencia terrena y la de su esposa la Iglesia, lo que le aguardaba. «Os he hablado de esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que yo os lo había dicho». A falta de otros motivos, rindámonos a la evidencia. Él no saca nada por acertar, no es como nosotros que nos ufanamos de ver cumplidas nuestras predicciones. Jesús lo que quiere es ayudar a nuestra poca fe; tenemos a la vista que se está cumpliendo al pie de la letra lo que predijo, pero podemos seguir en la increencia. Lo que pasa es que no hay tercera vía; somos o víctimas o verdugos. «Y esto lo harán porque no han conocido al Padre ni a mí.» Es tremendo, pero la persecución religiosa, más allá de una injusticia para los derechos humanos, es un culto errado. Y predicho, «para que no tambaleéis».
Francisco Jiménez Ambel