«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios». (Jn 3,16-21)
En el evangelio de hoy encontramos una de las frases absolutamente más bellas y consoladoras de la Biblia: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”.
Para hablarnos de su amor, Dios se ha servido de las experiencias de amor que el hombre tiene en el ámbito natural, y también a estos tipos de amor ha recurrido Dios para convencernos de su apasionado amor por nosotros.
Yo respeto la libertad de cada ser humano, pero desde mi punto de vista cristiano es una pena que muchas personas hayan preferido la desconsolada inseguridad de las tinieblas en lugar de escoger la Luz, cuando es precisamente esta la que da sentido a nuestro caminar. Vivir en el amor y buscarlo con nuestra entrega conduce a la verdad.
¿Qué debemos hacer después de haber recordado su Amor y su Luz?, pues repetir conmovidos y agradecidos, con San Juan: «¡Nosotros hemos creído en el amor que Dios nos tiene!» (1 Jn 4,16).
Miguel Iborra