En aquel tiempo, Pedro, volviéndose, vio que los seguía el discípulo a quien Jesús tanto amaba, el mismo que en la cena se había apoyado en su pecho y le había preguntado: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?»
Al verlo, Pedro dice a Jesús: «Señor, y éste ¿qué?»
Jesús le contesta: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme.»
Entonces se empezó a correr entre los hermanos el rumor de que ese discípulo no moriría. Pero no le dijo Jesús que no moriría, sino: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué?» Éste es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que los libros no cabrían ni en todo el mundo (San Juan 21, 20-25).
COMENTARIO
Han pasado casi los cincuentas días en los que la Iglesia celebra vivamente la victoria del Hijo de Dios sobre la muerte y un día antes de Pentecostés la Iglesia nos propone este evangelio. Se trata de una palabra de las que no tienen un mensaje claro que ilumine de un «fogonazo» mi vida o evidencie con claridad mis errores. Ya de por sí es una palabra de la que los estudiosos no se ponen de acuerdo en cuanto a su origen, su autoría y su sentido. Pero pienso que el Señor viene a ayudarnos a preparar Pentecostés. Para entender el sentido de esta palabra yo acudiría a la finalidad que busca el evangelista Juan en todo su mensaje. Este viene sintetizado en Jn 20,31: «Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre». Pero otro detalle en el que el evangelista abunda en todo su evangelio se encuentra en la relación que hace entre fe y conocimiento: la fe se inicia con la acogida de la palabra y se perfecciona permaneciendo en la palabra acogida. Esta fe es el camino al conocimiento del que habla Juan: «creed al menos por las obras y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre» y este conocimiento produce su fruto: «conoceréis la verdad y la verdad os hará libres». Esta fe, vinculada al conocimiento que propone Juan, es la clave para entender el mandamiento nuevo del amor que propone Cristo, que nos posiciona para vivir en función de la vida eterna y que nos proporciona las armas necesarias para combatir en este mundo en el que estamos, pero al cual no pertenecemos. En esta palabra el evangelista nos muestra, desde esta perspectiva, dos dimensiones de la Iglesia: aquella que es sal, luz y fermento y que a través del «morir de Jesús» transmite la «vida de Jesús» y otra que identifica la Iglesia que peregrina y progresa en busca de la perfección y de la plenitud. Ambos apóstoles —aunque tienen misiones diferentes— participan en ambas. Estamos al final del Evangelio y ambos personajes ya han vivido un gran proceso de «purificación» de ideas, de proyectos, de conceptos… La invitación de Jesús tiene una clave: la obediencia, característica primordial para ser discípulo de Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). A cada persona Jesús la llama a seguirle por diferentes caminos. ¡Qué más da el camino de tu hermano! ¿Soy consciente del camino por dónde me llama a mí el Señor a seguirle con mi cruz a cuestas? Han pasado cincuenta días dónde el Señor, a través de mi historia, se ha presentado glorioso, resucitado, enseñándome sus yagas, comiendo conmigo. ¿Me he percatado de algo? Dice san Pablo —el gran enamorado de Cristo— que el amor de Aquel que lo ha llamado le introduce en su interior una «urgencia» ¿a qué?: a seguirle, a dejar de vivir para sí, tomar la cruz, ser sacramento, prueba viva de la existencia de Dios. Por eso todo lo que hace no es producto de sus cualidades y habilidades, sino producto del «resucitado» que habita dentro de él. Los profetas —aunque débiles— vivían con el apremio interior de ser «oráculos» del que los llamaba. El encuentro con el resucitado (real y no en la imaginación o en la teoría) produce este seguimiento imperioso de Cristo. A mí esta palabra me desarma, pero también introduce en mi interior la necesidad de que el Espíritu entre hasta el fondo de mi alma, la ilumine y la enriquezca con su divina luz al contemplar mi vaciedad por su ausencia y mi debilidad ante el pecado cuando no me llega su «aliento». Feliz Vigilia de Pentecostés.