«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: “Este es de quien dije: ‘El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo’”. Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado ha conocer». (Jn 1,1-18)
Somos testigos de un gran misterio: la Palabra se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros. El Padre ha querido revelar este gran misterio a los pequeños. ¿Cómo no cambiar de vida ante esto? ¿Cómo no saltar de gozo y anunciarlo con alegría? Lo dice la primera carta de San Juan: “lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos… la Palabra de la vida… Esto que hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros en esta unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1, 1-3).
“La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”, dice el Papa Francisco. ¿Cómo seguir viviendo como antes ante esta manifestación de la Palabra? ¿Cómo callar esta alegría y no correr a anunciarla a los demás? Bendito sea Dios, bendito sea su Hijo Jesucristo, bendita sea la Virgen María que dijo sí a la encarnación.
Por muy pequeños e insignificantes que nos veamos en medio de este mundo que apabulla, por muy débiles y pecadores que seamos, hemos contemplado su gloria, porque la Palabra se ha hecho carne y ha acampado entre nosotros. Por muy pequeños e insignificantes que nos sintamos, a nosotros, y a todos cuantos la recibieron, nos da poder para ser hijos de Dios, si creemos en su nombre. Y por muy pequeña e insignificante que sea una lucecilla, siempre brillará en medio de la oscuridad, porque nosotros no somos la luz, pero sí hemos sido llamados a dar testimonio de la luz con nuestras vidas. Hemos sido llamados a proclamar la alegría a todos los hombres y mujeres de esta generación, esclavizados en medio de la cultura de la tristeza de este mundo que nos rodea.
“A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”. Gratis se nos ha dado a conocer este amor sin límite a nosotros, pecadores, y gratis nos invita a anunciarlo a los demás de palabra y de obra.
Esta Palabra que ha creado el Universo, esta Palabra que existía desde el principio, que estaba con Dios y era Dios, se ha hecho carne en María, una muchachilla humilde, a quien Dios —por medio del ángel Gabriel— pidió permiso para encarnarse en ella: no la obligó, no la violentó, respetó su libertad, y esperó su respuesta. Y María no especuló, no se excusó, no dio largas a la Palabra, confió. Dijo: “Sí, hágase”, y en ese mismo instante la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Así también nosotros recibimos el anuncio del Kerigma y Cristo nos espera, no nos violenta: “mira que estoy a la puerta y llamo…”. Bendito sea Dios que nos ha visitado y redimido en su Hijo Jesucristo… Amén.
Javier Alba