El autor del libro del Cantar de los Cantares pone las palabras “Tu nombre es ungüento derramado” en la boca de la esposa cuando se adentra en las paradisíacas excelencias del amor, pasionalmente arrebatador, hacia su Esposo. Es como un intento de darnos a conocer la riqueza inconmensurable que encierra su nombre (Ct 1, 2-3).
Cada vez que Dios mira al mundo salido de sus manos, vierte sobre él el ungüento que tonifica, ilumina y armoniza sus potencialidades. La primera vez que puso sus ojos en la tierra era un amasijo de caos, confusión y oscuridad (Gn 1,2). En éstas, Dios habló. Hizo valer su palabra: “Haya luz” (Gn 1,3). El ungüento precioso de su artística creatividad se fue abriendo paso entre las grietas que deformaban la tierra. Apareció la existencia consistente, la que tiene sentido. Desde entonces, Dios no ha dejado de mirar con amor la obra de sus manos y, sobre todo, su obra maestra: el hombre. Cada ser humano es un receptáculo que recoge, en todas y cada una de sus dimensiones, el ungüento perfumado de Dios, su belleza, su intuición creativa, su música, su danza, su luz. Y sobre todo su grandeza: la lleva impresa en su alma.
Israel es el ungüento derramado de Dios entre todas las naciones. Tiene la misión de perfumar con su existencia los confines de la tierra. Así lo proclamó, con la terminología propia de la espiritualidad que Dios otorgó a su pueblo santo, el autor del libro de la Sabiduría al afirmar que los hijos de Israel habían sido elegidos para dar al mundo la luz incorruptible de la Palabra (Sb 18,4).
Es el pueblo elegido sobre el que Dios vertió su ungüento, perfumó al mundo entero con su Sabiduría. A la luz de esta sin par historia de amor entre Dios e Israel, éste vio la necesidad de ungir con óleo perfumado, balsámico, a todos aquellos que Dios elegía de entre el pueblo para que pudiesen cumplir con su misión. Ungüento derramado, elección y misión van de la mano en la experiencia de fe del pueblo santo.
Amor puro y verdadero
Las palabras de la esposa del Cantar de los Cantares con las que hemos encabezado el texto podrían parecer todo un atrevimiento siendo como son referidas a Dios. Se habla del amor pasional que el alma siente por Él y que de Él nace. Son un atrevimiento, una osadía, pero sucede que el alma no puede contenerse, ha sido avasallada por el Amor; y algo tendrá que decir aun sabiendo que sus palabras siempre se quedarán cortas. Así pues, se atreve, lo proclama y deja el campo abierto para que cada cual pueda hacer su experiencia. Así comprenderá por qué esta esposa tuvo que expresarse con tanto atrevimiento.
En realidad se trata de la historia de amor entre el alma y Dios. No hay alma que no tenga su historia por hacer; y Dios se aviene a ello, pues Él es el principio y causa de estos amores. Justo para dar pie y cabida a este amor, se encarnó. Jesucristo es el ungüento nombrado y proclamado por la esposa, y, como tal, está vivo entre nosotros. El es el perfume de Dios que atrae los deseos y miradas del alma. Así, con las más variadas fragancias que se identifican con su túnica, nos describe el salmista al Mesías que va al encuentro de su amada: “Tú amas la justicia y odias la impiedad. Por eso Dios, tu Dios, te ha ungido con óleo de alegría más que a todos tus compañeros; mirra, áloe y casia son todos tus vestidos (Sal 45,8-9).
La princesa, que no es sino el alma, habla por la boca de la esposa del Cantar de los Cantares. Dirá que “los amores del Esposo son más dulces que el vino’ —imagen de la fiesta-. Y habla también de perfumes y de besos…, sí, los besos de Dios. Acerca de estos besos, recogemos lo que nos dice san Bernardo. Afirma que cada vez que Dios abre su Palabra a uno de sus amigos, que se la ilumina y se la interpreta, está besando su alma.
Antes que san Bernardo, Israel, el pueblo santo de Dios, ya tenía una bellísima iluminación acerca de los besos de Dios al alma. Como sabemos, los israelitas instruían a sus hijos en la fe por medio de las Escrituras inspiradas que habían recibido. Interpretaciones que ellos llamaban los Misdrás, que se asemejan mucho a lo que nosotros llamamos catequesis.
Uno de estos Misdrás interpreta la muerte de Moisés, y nos parece excepcional en cuanto a su profundidad y belleza pues narra las últimas horas del santo libertador de Israel. En ese trance, Samael, el ángel perverso identificado con Satanás, intentó arrebatar el alma de Moisés, ante lo cual Dios intervino. En el instante mismo de la muerte de su amigo, besó su alma salvándola así de las garras de Satán, su acusador.
Dulce fragancia derramada por misericordia
Jesucristo es el beso por excelencia de Dios al hombre. El beso que nos rescata de las garras, revestidas de seducciones, del Acusador. Dios vierte su ungüento sobre toda la humanidad por medio de su Ungido. Él es el perfume de Dios que enloquece de amor a todas las almas que lo aspiran. Las enloquece de amor y también de gozo cumplido, ya que su fragancia tiene el poder de dar sentido de totalidad a todo lo creado y a todo el hacer del hombre.
La palabra catequesis se deriva del verbo griego “katajeo”, que significa verter, derramar de arriba hacia abajo. Dios vierte, derrama su gracia, la hace descender entre nosotros por medio de la Encarnación: el Hijo, que está en el Padre, se vierte sobre el hombre haciéndose Emmanuel, Dios con nosotros. Resucitado, vierte el Espíritu Santo sobre su Iglesia. Ya Israel cantaba proféticamente al Mesías en su misión de derramar la gracia por su boca, por su Palabra. Era eso lo que hacía de Él el más hermoso de los hombres (Sal 45,3).
En la misma línea vemos expresarse a la esposa del Cantar de los Cantares en la incomparable descripción que hace del amado de su alma, de quien dice que “sus labios son lirios que destilan mirra fluida” (Ct 5,13). Gracia, ungüento, mirra, sabiduría…, todos estos términos son sinónimos de la Palabra de vida que Dios pone en la boca del Mesías. Es justamente esto, lo primero que ven en Él cuando “se estrenó” como el enviado del Padre, como el Mesías, ante los suyos en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-22). Recordemos el comentario de estos primeros judíos que le oyeron: “Todos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca” (Lc 4,22).
Aun así, cerraron sus oídos porque, como bien dijeron, no era sino el hijo del carpintero. ¿Cómo se puede ser tan perverso ante la evidencia? Pues sí. Se puede ser, y normalmente se es, pues somos maestros en esquivar a Dios. Se esquiva la conversión porque no la consideramos como buena para nuestras proyecciones. La salida en falso de los judíos de Nazaret no puede ser más pueril. ¡Si no es más que el hijo del carpintero! Pueriles también las razones con las que nos parapetamos ante un Dios que “no hace más que aguarnos la vida”.
Amar no es pedir, es dar
Tu nombre es ungüento que se vierte, oímos una y otra vez a la esposa, a quien imaginamos abriendo el cuenco de su alma a la divinidad que su Esposo le ofrece. Esposa que nos recuerda a aquella novia que se está preparando para sus desposorios con un rey. Me refiero al salmo 45 del que ya hemos entresacado tanta riqueza. Una vez que se ha presentado el Esposo, quien, como sabemos, es llamado “el más bello de los hombres”, el autor exhorta a la esposa a embellecerse a fin de cautivar a su Amado: “Escucha, hija, mira y pon atento el oído, olvida tu pueblo y la casa de tu padre, y el rey se prendará de tu belleza” (Sal 45,11-12).
Es una exhortación en orden a la belleza del alma. ¡Escucha, mira, pon atento el oído, ábrelo a tu Dios! Sus palabras de gracia, ungüento perfumado, mirra, sabiduría, son su patrimonio para ti, ¡ábrete a sus dones! ¡Llénate de ellos! Dios se prendará de la fragancia de tu alma, le cautivas con tal derroche de hermosura. Repuesto, como quien dice, del esplendor de tu alma, se acercará a ti y te dirá como a la esposa del Cantar de los Cantares: “¡Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente! Paloma mía, en las grietas de la roca, en escarpados escondrijos, muéstrame tu semblante, déjame oír tu voz; porque tu voz es dulce, y gracioso tu semblante” (Ct 2,13-14).
A la luz de estos textos podemos afirmar que el nombre de Dios: “Su Ser”, se vierte sobre todos aquellos que creen en Él. Puesto que esta afirmación podría parecer gratuita, nos acercamos al Prólogo de san Juan y parafraseamos catequéticamente algunos de sus versículos: “La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo… Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,9-12).
Como hemos podido ver en el texto, Juan empieza con un enunciado acerca de la Palabra. Ella es la luz verdadera que ilumina a todo hombre. Es luz verdadera en la misma línea en que llama al Hijo de Dios el Verdadero (l Jn 5,20). También en la misma línea en que el mismo Jesús se llama a sí mismo la vid verdadera (Jn 15,1), y también el pan verdadero enviado por el Padre (Jn 6,32). Palabra salida de su boca que hace frente a toda tentación del Príncipe de la mentira (Mt 4,4).
Esta Palabra, continúa diciendo Juan, vino a su casa, al pueblo santo escogido por Dios; los suyos, sin embargo, no la recibieron. Nos detenemos un momento en esta apreciación catequética de Juan. La fe es una gestación, no una acumulación de creencias y “saberes”. Es una gestación, y en cuanto tal, primero se recibe, y posteriormente se concibe. Es, por lo tanto, una Encarnación de Dios analógicamente igual a la de María de Nazaret. Ella, primero recibió, por medio del ángel, la Palabra, y luego la concibió. Empezó a gestarse cuando miró de frente al enviado de Dios, y, sabiendo que este Dios es el Dios de los imposibles, le dijo confiadamente: Hágase; es decir, suplicó a la Palabra: ¡Hazte en mí!
Es un concebir en el alma tan real que provoca en los y las gestantes una verdadera creación: la creación en Jesucristo, como le llama san Pablo (2Co 5,17). El ungüento de Dios, su divinidad, se ha derramado, vertido, sobre estos hombres con tal profusión que el mismo Pablo dice de ellos que son “el buen olor de Cristo” (2Co 2,14-15).
Hablamos de la fe adulta, la que se concibe, crece y se desarrolla por medio de la predicación del Evangelio: “La fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo” (Rm 10,17). Es la fe adulta la que nace de esta predicación que, precisamente porque se apropia de todo nuestro ser, permite a Dios ofrecerse tal y como es, es decir, nos da todo lo que Él es; todo el ungüento que contiene su Nombre: “Yo Soy el que Soy” (Ex 3,14).
Tu voluntad es mi delicia
Volvemos al texto del Prólogo de Juan que dejamos antes en suspenso: “A todos los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre”. Juan se está refiriendo a todos aquellos que creen, se apoyan, se abrazan, se estrechan contra este Nombre en el que la esposa del Cantar de los Cantares reconoció la fragancia de su alma, de su existencia. No hay absurdo, ni desvarío, ni sin sentido, en lo que está diciendo esta mujer; comprendió que toda ella estaba en Él, y que todo Él vivía en ella. Llamó ungüento a su Nombre y comprendió que era el amor de Dios el que le movería a Él mismo a inclinarse sobre ella derramando así su elección y predilección… ¡Su propio Nombre!
¡Tu propio Nombre pronunciado sobre mí!, exclama fuera de sí Jeremías. No cabe en sí de asombro, sorpresa y gozo. Tú, le dice a Dios, me das tus palabras que alimentan mi fe. Mi relación de amor contigo es tal que más que comer tus palabras, las devoro. Por medio de ellas viertes sobre mí tu Nombre: “Cuando encontraba palabras tuyas, las devoraba; tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón, porque tu nombre fue pronunciado sobre mí, Señor, Dios mío” (Jr 15,16).
No está loco Jeremías. No está bajo ninguna crisis ni es un caso patológico. Está viviendo y, al mismo tiempo, anunciando proféticamente, el don que Dios dará a los hombres por medio de su Hijo. Juan lo expresa admirablemente en el libro del Apocalipsis: “Al vencedor le daré maná escondido; le daré también una piedrecilla blanca, y, grabado en la piedrecilla, un nombre nuevo que nadie conoce, sino el que lo recibe” (Ap 3,17).
El maná escondido: la Sabiduría de Dios, y que Él encierra en el Evangelio de su Hijo. Maná que está oculto para los sabios e inteligentes de este mundo, y a flor de tierra para los pequeños de Dios (Mt 11,25-27).
Como hemos visto, junto con el maná escondido, Jesús promete un nombre nuevo —el suyo-, grabado en una piedra blanca. Es la piedra angular sobre la que el discípulo apoya su vida, su fe. La piedra angular es el mismo Señor Jesús. En ella escribe su nombre, convirtiendo al discípulo en Templo Santo de la gloria de Dios. El Templo nuevo, profetizado por Ageo, que supera en gloria, es decir, en Presencia, al antiguo Templo de Jerusalén (Ag 2,9).
Por supuesto que la profecía tiene su pleno cumplimiento en Jesucristo, Templo de la gloria y santidad de Dios; mas también se cumple en todos y cada uno de sus discípulos. Templos de Dios, moradas de Dios, de su gloria y santidad por el hecho de que Él mismo viene a habitar en todo aquel que escucha y guarda su Palabra, tal y como lo dice el mismo Señor Jesús: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).