Juanjo Guerrero«En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: “Si este fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora». Jesús tomó la palabra y le dijo: “Simón, tengo algo que decirte”. Él respondió: “Dímelo, maestro”. Jesús le dijo: “Un prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?”. Simón contestó: “Supongo que aquel a quien le perdonó más”. Jesús le dijo: “Has juzgado rectamente”. Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: “¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama”. Y a ella le dijo: “Tus pecados están perdonados”. Los demás convidados empezaron a decir entre sí: “¿Quién es este, que hasta perdona pecados?”. Pero Jesús dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado, vete en paz”». (Lc 7, 36-50)
Jesucristo, manifestación del amor de Dios a los hombres, acude a la llamada del fariseo que desea comer con él. Posiblemente, no figuraba entre sus adictos e incluso podía pertenecer al grupo de los que acabaron por condenarlo y conducirlo a la cruz.
Estas afirmaciones caben deducirse de la poca deferencia con que le trató, según los usos de la época, como se lo echa en cara con ocasión del comportamiento de la “pecadora”, que entró allí para echarse a sus pies, ungírselos con un frasco de perfume, regarlos con sus lágrimas y enjugárselos con sus cabellos.
Esta actitud de Cristo es un ejemplo para nosotros, cristianos de hoy, que tantas veces establecemos barreras para no tratar con personas a las cuales, también Dios ama, y seguramente, si las acogiéramos, se acercarían a Él.
Lo mismo que acudió a la llamada del fariseo, Jesús nos asegura que jamás nos rechazará si vamos a Él, cualquiera que sea nuestra situación, motivos o pecados que podamos tener. Pero, eso sí, desea que nuestra intención sea recta, que le acojamos con limpieza de corazón y no con alguna torcida intención.
Cristo, al no ser bien recibido, no afea la conducta de su anfitrión ni siquiera se ofende. Sin embargo, eso no quita que aproveche la ocasión oportuna que le brinda la mujer, para ponerlo en la verdad: sin paños calientes, pero con misericordia.
Lo mismo hará con nosotros a través de su acción en nuestra historia, pues lo que a Dios importa no es “quedar bien con nosotros”, sino que reaccionemos de forma que lleguemos a amarlo y, así, podamos aceptar libremente la salvación que nos ofrece con su pasión, muerte y resurrección.
También es digno de elogio el valor de la pecadora para entrar en ese comedor donde se encuentra el fariseo con sus amigos, en el que no se admitían mujeres. Por eso, corrió un gran riesgo; pudo ser rechazada, incluso ultrajada y humillada por ser mujer y, además, por su condición de pecadora pública. Pero su amor supera todas las dificultades. Nada le para hasta postrarse a los pies de Cristo. Y Él sabe alabarla en medio de los murmuradores. Impone la verdad a pesar de no ser esa la opinión de los que presencian la escena.
Un buen ejemplo es este para tanto pusilánime que, ante el clima de ateísmo e indiferencia religiosa que hoy se respira en todas partes, se siente incapaz de mantener con entereza sus convicciones. Hay muchos que procuran no mostrar públicamente su fe, que disimulan sus opiniones ante las baladronadas de los que se jactan de sus ataques a todo lo sagrado. Estas actitudes están muy lejos de lo que Dios nos pide a cada uno de nosotros. “Si alguno se avergüenza de mí ante los hombres, yo también me avergonzaré de él ante mi Padre”.
Los temores que tantas veces nos asaltan, la falta de ánimo para mostrarnos cristianos ante el mundo, el miedo a ser “etiquetado” como beato, clerical, carca, etc., fundamentalmente obedece a una falta de confianza en el poder de Dios, en su amor hacia nosotros y en la excelencia de la vida eterna que se nos ha prometido.
Si no mirásemos tanto al suelo, si no pusiéramos todo nuestro corazón en los bienes materiales, si nos fiáramos más de nuestro Padre, estaríamos menos cegados por el pecado, y la alegría de sentir cerca a Jesucristo nos daría una fuerza invencible. Podríamos ser dispensadores de Paz, derrochadores de amor, incluso al enemigo, pues el Espíritu Santo nos cambiaría el corazón al colmarlo con sus dones. En medio de este mundo contaminado de egoísmo, miedo, desconfianza y una angustia infinita, nosotros seríamos como islas desprendidas del cielo para hacer visible a los hombres la salvación a la que Jesucristo nos invita a todos.