Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y sucedió que mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?” Y le dijo: “Levántate, vete: tu fe te ha salvado” (San Lucas 17, 11-19).
COMENTARIO
Siendo como es un final frecuente en el relato evangélico de los milagros hechos por Jesús, pudiera parecer que es una frase hecha, una despedida puesta en boca de Jesús. Sin embargo, a mi modesto entender, es una sentencia muy desconcertante. Concedo de antemano que es mi “poca fe” la que me alerta sobre el peso de estas constantes: levántate, anda…y “tu fe te ha salvado”.
Si es mi fe la que me tiene que salvar, entonces estoy perdido. Quiero decir que percibo una especie de reenvío del poder de Dios a la disposición del hombre, y en ese caso ¿qué sentido tiene la salvación? Es tautológico decir que se salvan los que están salvados (por su fe).
Abordo este comentario desde esta preocupación despertada en mí hace mucho tiempo. Justamente esta curación, la de los diez leprosos, puede aportar mucha luz sobre el “protocolo” de los milagros de Jesucristo.
En primer lugar, siempre hay unas coordenadas geográficas y temporales precisas; en este caso además, lo que no es irrelevante, vamos caminando a Jerusalén.
En segundo lugar los leprosos tienen plena conciencia de su enfermedad y de su gravedad; curioso que sean diez y que estuvieran unidos por la desgracia.
De grado o por fuerza observan la prescripción legal de hacerse notar “desde lejos”, su comunicación no es posible más que mediante el grito, y por supuesto fuera de la ciudad.
Luego viene el reconocimiento del taumaturgo: lo llaman por su nombre, lo califican de rabí, y le imploran compasión. Piden algo inespecífico; no se atreven a rogarle la curación o sanación. Hay cierta fatal resignación con la lepra que les acompañará siempre.
Igualmente parece ambivalente el mandato de Jesús. Al menos tiene dos lecturas: Una; ateneos a lo que prescribe la Ley, puesto que sois leprosos cumplid lo establecido y ved que pueden hacer por vosotros vuestros sacerdotes, esos mismos que os mantienen a distancia de la gente. Otra; en tanto que irradiados por mí compasión, comportaos como si ya estuvieseis curados; presentaos a los sacerdotes para que ellos adveren vuestra curación; lo cual en ese momento pareciera una insensatez, casi una provocación.
Pero los diez le hacen caso y se ponen en camino. Puede que sin acabar de entender el sentido de su acción, pero si en clara obediencia al Maestro.
Y acaece la sanación. Se curan por la obediencia, no por el pronóstico o intención ante su presentación a los sacerdotes.
Un samaritano, un hereje, se desentiende del ir a presentarse a los sacerdotes (que tenía más sentido que nunca; porque ellos le daban el “alta” reinsertadora en la sociedad; a ellos los había enviado el sanador; y a ellos les quedaría patente el poder del Maestro). Este samaritano descifra en su curación nuevas órdenes de Jesús y a El se vuelve. Sabe a ciencia cierta que ha sido su intervención la causa de su limpieza de la lepra, y quien tal prodigio opera solo puede ser Dios. Y se vuelve alabando a Dios, y reconociendo a Dios en Jesús, a cuyos pies se postra; alabanza a Dios (a gritos) y reconocimiento de su Ungido (poniéndose a sus pies, rostro en tierra y dándole gracias).
Es entonces cuando Jesús, que no revoca la curación de los nueve desagradecidos, reprocha a los presentes que haya sido precisamente un extranjero quien haya acudido a “dar gloria a Dios” (como el sirio Naamán, en la primera lectura).
Y viene aquí el drama; hay diez curados, nueve ingratos y uno “salvado”. No es que este curado, de lo que ya se ha percatado perfectamente, sino que el Maestro le asegura que su fe lo ha salvado. Con ello se comprende que es la acción de gracias lo que advera la fe. Nada puede sustituir la acción de gracias, porque es la única forma de no irrogarse el mérito de la sanación, que siempre será desproporcionada respecto de la confianza subjetiva, nacida de la fama del maestro o de la desesperación del que nada tiene ya que intentar para curarse. Es en la sincera “acción de gracias” donde Jesús reconoce una fe que ha sido eficaz, que ha salvado. Por conmiseración hubo diez curaciones, por la fe – evidenciada en la irrefrenable necesidad de agradecerla al Salvador -hubo una salvación. A todo esto somos invitados en cada Eucaristía.