En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él y, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. En esto, una mujer que había en la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino trayendo un frasco de alabastro lleno de perfume, y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con las lágrimas, se los enjugaba con los cabellos de su cabeza, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo:
-«Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues es una pecadora».
Jesús respondió y le dijo:
-«Simón, tengo algo que decirte».
Él contestó:
-«Dímelo, maestro».
Jesús le dijo:
-«Un prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de ellos le mostrará más amor?»
Respondió Simón y dijo:
-«Supongo que aquel a quien le perdonó más».
Le dijo Jesús:
-«Has juzgado rectamente».
Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón:
-«¿Ves a esta mujer? He entrado en tu casa y no me has dado agua para los pies; ella, en cambio, me ha regado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me diste el beso de paz; ella, en cambio, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco».
Y a ella le dijo:
-«Han quedado perdonados tus pecados».
Los demás convidados empezaron a decir entre ellos:
-«¿Quién es este, que hasta perdona pecados?»
Pero él dijo a la mujer:
-«Tu fe te ha salvado, vete en paz». (Lucas 7, 36-8, 3)
Después de esto iba él caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, proclamando y anunciando la Buena NotIcia del reino de Dios, acompañado por los Doce, y por algunas mujeres, que habían sido curadas de espíritus malos y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana y otras muchas que le servían con sus bienes.
Todo este pasaje del Evangelio de San Lucas analiza y enfrenta a dos personajes totalmente diferentes y su modo de presentarse ante Jesús.
El fariseo “ruega” a Jesús que venga a su casa y cuando está allí, no le ofrece los habituales rituales de cortesía que los judíos daban a sus invitados. Al poco de llegar, cuando la mujer pecadora se acerca a Jesús, comienza a criticar y despreciar al Señor diciendo: “si este fuera profeta…” En el fondo, el fariseo no ama a Jesús. Le ha invitado cínicamente en su casa pero no a su vida interior. Le ha invitado en las formas, en lo social, pero su intención no es sincera, no le ama, porque probablemente no se ajusta a su ideal clasista de profeta, una especie de sabio enviado del cielo para acusar y despreciar a los pecadores y acercarse a los limpios y perfectos como el se cree.
La mujer pecadora, representa la verdadera forma de acercarse al Señor que es la humildad. La verdadera humildad, la que nace del más profundo conocimiento de lo que nosotros somos y de lo que es Dios. Por eso actúa así: se entera, como un regalo, de donde está Jesús; deja todo y acude allí solo para llorar y besar sus pies sin atreverse siquiera a mirarle a la cara, “por detrás….” Esta es la verdadera sabiduría, la que nace de la verdad humilde. Esa mujer sabía muy bien quien era ella y quien Jesús. ¿Sé yo también quien soy y quien es Jesús cada vez que me acerco a El?
Jesús, que penetra al instante hasta el fondo de los corazones y habiendo calado la falsedad del fariseo le hace una pregunta sobre el perdón: ¿Quién debe más agradecimiento, aquel al que se le ha perdonado poco o al que se le ha perdonado mucho?. La respuesta parece obvia y el fariseo la contesta rápido sin darse cuenta, por su propia arrogancia, de que va a quedar al desnudo su actitud frente al Señor. Ese fariseo, ya se cree bueno, no necesita perdón, y precisamente por eso ama poco al Señor. Pero la pecadora, sabe bien lo que es, conoce su miseria y ama mucho a Jesús, antes incluso de ser perdonada. Ni siquiera se atreve a pedir el perdón que Jesús le da gratis, como un regalo, porque eso es lo que es la misericordia de Dios, un permanente regalo del Cielo.
Al Señor y todo lo suyo, como es su Iglesia y sus sacramentos, hay que acercarse con humildad, con lágrimas en los ojos y colándonos en su casa a escondidas, porque en el fondo no somos dignos ni de estar en su presencia, hay que ponerse por detrás, hay que besar los pies de Jesús y lavarlos con las lágrimas de nuestras múltiples faltas, nuestros pecados personales sin fin, nuestra arrogancia en la vida cuando caminamos sobrados pensando en nuestras fuerzas como único motor, en nuestra brillante formación de la que nos cuesta alejarnos para abrir los ojos a la simpleza de la fe, la misma que esa mujer de la calle que nos relata el Evangelio, mostró ante el Señor al postrase ante El. Ojalá esta escena no se nos borre de la cabeza, cada vez que nos ponemos a rezar o nos acercamos al confesionario o a comulgar. No hay un modo más auténtico de acercarse a Dios que el de la profunda humildad. Saber lo que yo soy y lo que es El y entonces y sólo entonces, sentir el regalo de su misericordia.