“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (San Juan 3, 14-16).
COMENTARIO
Los evangelios nos ofrecen la clave para interpretar toda la Biblia. El Antiguo Testamento se comprende desde Jesucristo. Los evangelios nos muestran el cumplimiento de las profecías, e iluminan pasajes que serían desconcertantes sin la referencia a los hechos protagonizados por Jesús.
¡Qué distinto es leer la celebración de la Pascua judía a la luz de la Última Cena, contemplar la vida de José, el hijo amado de Jacob, vendido por sus hermanos, desde el relato de la traición de Judas, orar las profecías del Sirvo del Señor, según Isaías, teniendo presentes los relatos de la Pasión de Cristo!
Hoy tenemos un ejemplo claro de la yuxtaposición de planos que se dan en los textos sagrados referidos a la imagen de la serpiente. El símbolo del Tentador, de quien envenena y produce muerte, es el que Dios manda a Moisés levantar en un estandarte para que todos los mordidos por el mal se salven. Jesucristo asume esta misma figura y ahora, donde estuvo la herida está la salvación.
No es indiferente que Jesús personalice el icono de los médicos y que sea en la piscina de Betesda, donde había un templo dedicado al dios Esculapio, donde Él cure al paralítico, superando así al ídolo y convirtiéndose en Aquel que da la salud, perdona los pecados, rehabilita a la personas y concede la salvación.
Miremos a la Cruz, el símbolo cristiano por excelencia; de él nos viene la salvación, y ante él comprendemos no solo los textos antiguos, sino nuestra propia existencia.