En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, entró en casa de Simón. La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta y le pidieron que hiciera algo por ella. Él, de pie a su lado, increpó a la fiebre, y se le pasó; ella, levantándose en seguida, se puso a servirles. Al ponerse el sol, los que tenían enfermos con el mal que fuera se los llevaban; y él, poniendo las manos sobre cada uno, los iba curando.
De muchos de ellos salían también demonios, que gritaban: «Tú eres el Hijo de Dios.» Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías.
Al hacerse de día, salió a un lugar solitario. La gente lo andaba buscando; dieron con él e intentaban retenerlo para que no se les fuese.
Pero él les dijo: «También a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado.»
Y predicaba en las sinagogas de Judea (San Lucas 4, 38-44).COMENTARIO
Este evangelio de Lucas es paralelo a otros dos de Mateo y Marcos (cfr.Mt 8, 14-15 y Mc 1, 29-31). En estos inicios de la predicación de Jesús se narra su misión en Galilea.
Justamente antes de esta misión, Jesús ha sido bautizado en el Jordán e inmediatamente después tentado en el desierto.
En este texto narrativo se suceden tres hechos: la curación de la suegra de Pedro, la curación de un endemoniado y la insistencia de los vecinos de Cafarnaúm (cafarnaítas) para que Jesús se quedase.1 Sale Jesús de la sinagoga, y va a casa de Pedro. Jesús se va preparando ya, en estos inicios, un grupo de seguidores, los apóstoles, que precisamente no forman parte de los hombres que uno busca para una gran obra: no están formados, no son especialmente inteligentes ni eruditos, ni conocen los intríngulis de la Escritura y no son en absoluto poderosos. Simón era un pescador que tenía una barca, lo cual significa que tenía asentado un medio de vida, y aquí se nos presenta en un cuadro familiar. Tenía casa y suegra, es decir una posición razonablemente acomodada. Simón necesita comprender que quien tiene delante es el hijo de Dios, es el mismo Dios, Yahveh, el innombrable, quien está delante de él (cfr. Mt 16 «Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”») para que dejándolo todo le siguieran (cfr. Lc 18, 28-30 «Dijo entonces Pedro: «Ya lo ves, nosotros hemos dejado nuestras cosas y te hemos seguido.» Él les dijo: «Yo os aseguro que nadie que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos por el Reino de Dios, quedará sin recibir mucho más al presente y, en el mundo venidero, vida eterna.»).
2 Los primeros que le reconocen como Mesías son los demonios. Justamente antes de este pasaje (vv. 33-36), Lucas nos narra cómo en la sinagoga cura a un endemoniado, que le increpa a Jesús: “¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús Nazare? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres, el Santo de Dios”. Así también ocurre en el segundo párrafo de este evangelio:
Esto nos da pues una de las claves del ministerio de Jesús, el hijo de Dios: arrebatar al demonio, al Señor del Mundo, su dominio, su posesión sobre el género humano e inaugurar una nueva economía, una nueva creación, en la que el hombre espiritual, el hombre neumónico, el hombre celeste aparece a través de la efusión del Espíritu Santo, que es el don de Dios para el hombre:
Pues es en el corazón del hombre donde anida esa raíz del pecado, del mal, como dice san Pablo, porque, por el miedo a la muerte, todos los hombres están sometidos de por vida a la esclavitud (cfr, Hb 2, 14-15: «Por tanto, así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó él de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud.») y es justamente en ese campo de batalla espiritual donde Jesús, por su muerte aceptada y su resurrección, ha abierto el cielo para el hombre. Porque un hombre no puede escalar hasta el cielo, sino que es el cielo el que se le abre, el que se hace accesible para el género humano, para ti y para mí, victoria que nos ha llegado por nuestro Señor Jesucristo, que es quien ha bajado del cielo para llevar a multitud de sus hermanos con Él a la casa preparada desde toda la eternidad en el misterio infinito de Amor de Dios para con nosotros.3 Y, ¿cuál es la respuesta de los habitantes de Cafarnaúm ante estos signos? Intentar apropiárselo, retenerlo, para que no se fuera. Nada de la conversión del corazón, nada del reconocimiento del Mesías, nada de volver la mirada a Dios, sino asegurarse que sus problemas quedaran resueltos por la “acción mágica, portentosa de alguien muy poderoso”, lo que hará que Jesús profetice sobre las ciudades en las que había hecho los signos mesiánicos: «Entonces se puso a maldecir a las ciudades en las que se habían realizado la mayoría de sus milagros, porque no se habían convertido: «¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que en sayal y ceniza se habrían convertido. Por eso os digo que el día del Juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás! Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que se han hecho en ti, aún subsistiría el día de hoy. Por eso os digo que el día del Juicio habrá menos rigor para la tierra de Sodoma que para ti.»» (Mt, 11- 20-24).
Palabras proféticas y terribles, porque en este juego entra la libertad del hombre, libertad que tiene sus consecuencias, nuestra capacidad de aceptar o de rechazar, y especialmente nos afecta a quienes hemos recibido la predicación evangélica, que es una puerta que se abre y se cierra. Dichosos los que entran por esa puerta.
Ante la insistencia de quienes querían retenerlo, Jesús no se queda: tiene una misión salvadora para toda la humanidad. «También a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado»Así pues, este texto narrativo, aparentemente muy alejado de nosotros, nos lleva a una profunda reflexión: Hemos visto cómo Dios interviene en nuestras vidas, le reconocemos como Dios, pero muchas veces lo usamos como un amuleto contra la mala suerte, contra las adversidades, tratamos de garantizarnos nuestro bienestar o nuestro bien pasar, etc., pero, ¿tenemos presente a Dios en cada una de nuestras respiraciones? Porque hemos recibido el espíritu no para recaer en el temor, sino para hacernos hijos y herederos.
Si te anuncian una herencia de decenas de millones de euros, ¿tu vida va a ser igual que antes?
Pues te anuncio algo mucho más grande: eres hijo de Dios y heredero de sus bienes. La santidad es justamente esto: aceptar esa herencia y gustarla, que es más dulce que la miel.
¡Que aproveche