“Al principio era el Verbo,
y el Verbo era Dios.
Y el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn 1, 14)
“Levantaron al Señor en un madero y nos atrajo a todos hacia sí”
(cfr. Jn 12, 32)
Nos atrajo hacia sí porque la carne y la sangre tiran lo suyo; sobre todo si proceden de la Virgen y del Espíritu Santo.
Cuando la Santísima Trinidad deliberó en el cielo cómo llevar a cabo la restauración del orden inicial querido y creado por Dios, quebrantado luego por el pecado original, decidió que el Hijo participara de nuestra sangre y de nuestra carne “para aniquilar mediante la muerte, al señor de la muerte, es decir, al diablo, y libertar a cuantos por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud” (Hb 2,14-15).
Para matar al señor de la muerte, el Verbo había de morir. Y para morir debía adquirir una carne y una sangre igual de mortales que las nuestras, claro está.
La nuestra es una carne que se estremece cuando “oye” hablar a la muerte y de la muerte. La de Cristo también. Tan flaca era que, al sumirse en la angustia frente a la muerte que veía venírsele encima, se rompió, y la sangre le salía por los poros en goterones que caían hasta el suelo (Lc 22,14).
Por ser de nuestra carnal condición descendió a sus propios infiernos, allí donde se experimenta esa horripilante paradoja de tener “un espíritu pronto en una carne quebradiza” (Mt 14,38); bipolaridad que nos anega en el pavor (v. 33) y nos sepulta en la “tristeza hasta morir”, o en “la muerte de pura tristeza” (v. 34).
Al Señor Jesús lo mataron por ser de carne, pero, como tenía el Espíritu, volvió a la vida (cfr. 1Pe. 3,18; 4.1-2). De este modo, en el Señor se dio el drama por el que pasa toda existencia humana y se anunciaba —en primicias (cfr. 1Co 15,20)— su desenlace feliz.
Dios tiene manos de artesano con las que moldea de la arcilla (materia prima de nuestro cuerpo) al hombre. Luego le alienta con su espíritu y ese cuerpo se convierte en un ser viviente, en un cuerpo de carne y sangre muy especiales. Resultó el hombre “a imagen y semejanza de Dios: macho y hembra” (Gn 1,27 y 2,7).
Dice San Pablo que no toda carne es igual (cfr. 1Co 15,39). Desde luego que no. Carne, carne… sólo la nuestra merecería tal nombre en un sentido que transciende lo biológico. Somos carnales y sanguíneos; también a veces “sanguinarios” o apetentes de la sangre ajena; capaces de lo mejor y de lo peor. Nuestra carne sostiene una dimensión bipolar: el impulso a la vida nos recorre de Adán a Eva y de Eva a Adán. La masculinidad y feminidad definen la especificidad de nuestro modo de ser corporales, terrenos, “adámicos”. Si llegan a unirse, la carne del hombre y la de la mujer, resultan una sola y única.
Decididamente nuestra carne no es como la de los demás animales: la unión reproductora del macho y la hembra se agota en la perpetuación (limitada, desde luego, y mucho) de la especie con un nuevo individuo. Pero en el caso del hombre, esa unión alcanza a Dios mismo, por cuanto el hijo no es un nuevo número en la especie, en la colectividad, sino un ser que recibe la imagen y semejanza de Dios. El hijo, engendrado humanamente (no “fabricado”) expresa realmente el significado último de la carne de sus progenitores: por separado eran sólo “baśar”, carne; unidos son ya “baśar ĕhhad”, es decir, carne una, única, singularísima, justo como Dios es uno, único —“Adonai ĕhhad”— que es tanto como “verdadero”, “en plenitud de la divinidad”, “auténtico”.
El hijo da a la carne de los padres toda la realidad de que son capaces. Esta totalidad o plenitud introduce en la materialidad biológica de la procreación su elemento de singularidad humana y la arrastra “hacia arriba” a un orden superior. La carne humana ha sido pensada por Dios mirándose a sí mismo —a su imagen y semejanza—, mirándose en Cristo Jesús—“imagen de Dios invisible” (Col 1,15).
Dios nos ha revelado un gran misterio en estos dos primeros capítulos del Génesis. Igualmente en Col 1,15 y siguientes, y en Rm 7,4-5, por citar algún texto bien significativo del Nuevo Testamento, en orden a lo que venimos hablando.
En Rm 7,4-5, con el lenguaje polisémico que caracteriza a Pablo, dice éste que el cuerpo de Cristo, ya resucitado, nos ha liberado del encadenamiento en que nuestra carne se encontraba respecto de la Ley de la tendencia pecaminosa que había en nuestros miembros. Es decir, Cristo ha restablecido el plan que Dios hizo al principio: que nuestras carnes y sangres de hombre y mujer se ordenaran a la resurrección, en el futuro definitiva, y ya aquí hecha presente en el hijo, fruto de la “encarnadura sexual del hombre en la mujer y de esta en aquel”.
Se lo explicó magníficamente Jesús a Nicodemo: Tendrá la vida eterna todo el que crea en el Hijo del hombre, pues para esto “va a ser levantado como Moisés levantó la serpiente en el desierto” (Jn 3,14-15).
La carne y la sangre tiran lo suyo. “Lo suyo” quiere decir muchísimo y, también, “lo que es suyo”, lo que “le es igual”, idéntico, homogéneo. Cristo, alzado en la cruz, arrastró a sí lo que era suyo, la humanidad entera: la atracción fue de carne a carne. Cristo nos llamaba a la resurrección. Es exactamente lo que oyó el buen ladrón de la boca del Señor, que se moría: “Hoy estarás en el Paraíso…” ¡conmigo! (Lc 23,43).
La condenación trágica del mundo es que “lo nacido de la carne, carne es” (Jn 3,6) y nada más. Carne vendida al poder del pecado y de la muerte, enredada en la ley de los miembros y desesperada por no poder hacer el bien que conoce y sí tener que obrar el mal que aborrece (cfr. Rm 7,14-25).
La atracción que el Señor ejerce sobre todos desde la Cruz es una oferta de gracia. ¿Acaso la puerta abierta de la prisión no atrae al preso? ¡Cuánto más atraerá al condenado a muerte! Pero para experimentar esto de veras se necesita que nuestro cuerpo de carne y sangre vuelva a nacer. Un nuevo embarazo también del Espíritu, como en el caso de María. Y una nueva gestación y un nuevo parto.
Pablo escribe a los corintios, que sabían mucho (bueno y malo) acerca de la carne, algo maravilloso: “El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo (1Co 6,13). Es decir, que estos huesos, que esta piel, que estas células, también las sanguíneas y las neurológicas, naturalmente, fueron pensadas por Dios para unirlas a las de su Hijo muerto y resucitado; fueron diseñadas para vivir en este mundo la vida misma de Cristo y, luego, resucitar gloriosas con él. ¡Claro!, por eso añade San Pablo: “Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros, mediante su poder” (v. 14).
Poder de Dios es el Espíritu Santo con que “ungió a Jesús de Nazaret para hacer el bien y curar a todos los oprimidos por el diablo” (Hch 10,38). Lucas pone en boca de San Pedro, estando en casa de Cornelio, la palabra “iómenos”, que nosotros traducimos por “curando”, “sanando”. “iáomai” tiene el sentido, muy material, muy físico, de curar, aliviar el dolor, librar del sufrimiento. Jesús cura, tiene el poder de Dios. Cristo en la Cruz sufre…, su carne se sacia de sufrimientos…, todo Él es un varón de dolores…, molido, lleno de cardenales (cfr. Is 53,3.5) y, por si fuera poco, la punta la lanza con que Longinos abre su corazón iba afilada con la más cruel y acerada de las sospechas: “¿De veras que Yahvéh se ocupa de mi causa, y mi Dios de mi trabajo?” (Is 49,4b).
¿Qué más le faltaba para saber de dolores y sufrimientos? La carne de Cristo, hecha pecado y maldición, experimenta todas las agujas que nos laceran a nosotros, en el cuerpo y en el alma, toda su carne es una pura dolencia (cfr. Is 53,3).
Cristo Jesús pende de unos clavos (que además eran romanos, “para más inri”, precisamente), y vive el estremecimiento y frío sudor tan característicos de cuando el delgado hilo de nuestra vida oscila entre ésta y la muerte, con nosotros agarrados a uno de sus extremos. Son oscilaciones, sacudidas, a veces, pavorosas. Por cierto, ¿dónde habrán ido a parar aquellos clavos? ¿De los que Él colgó entre el Cielo y el Abismo? ¡Quién pudiera tener las espinas que podrían atestiguar ese sudor frío del miedo a la muerte que le aterraba! ¿Sabes quién posee la corona de espinas? Los miserables, los sufrientes, los abandonados, los desechos, la escoria del mundo, aquellos ante quienes apartamos el rostro; los que han recibido en la carne de su cuerpo y en la de su alma la herencia del pecado…; o sea, todos.
El Señor fue aterrado por la muerte, contristado en su espíritu y abandonado a sí mismo. Pero sólo por un instante (cfr. Is 54,6-7). Sólo por un instante, porque se correrán los montes y se desplazarán las Colinas antes que el amor de Dios se aparte del que sufre (cfr. Is 54, 10). Al pie de la Cruz estaban María, su madre, Juan, unos pocos más… y Dios mismo. Más que los clavos romanos, lo que a Cristo sostenía fijo al madero del dolor del sin sentido era el Amor del Padre: su Poder sin límites ni condiciones.
La escena del descendimiento es prodigiosa: Nicodemo y José de Arimatea tiraban de los clavos con fuerza y con cuidado para no quebrarle, ahora de salida, hueso alguno (cfr. Ex 12,46; Jn 19,36). Sosteniendo el clavo extraído, con las tenazas, sus ojos iban de su punta ensangrentada al agujero de las manos y de éste a aquélla. ¿Y el boquete del costado? María recoge a su Hijo, se asoma a su interior, y ve, en un punto inextenso, concentrado, el Universo entero. La “Unidad del Dolor” queda abierta, inaugurada para toda carne humana que sufra. El corazón de Jesús es nuestro consuelo. Nace la Iglesia, Sacramento del Amor de Dios que todo lo cura, todo lo perdona y todo lo puede. Absorta en su hijo, María (la Iglesia) oye la voz del Padre que le llega de aquellas heridas: “Yo soy tu consuelo. Yo he creado a quien trabaja el hierro, yo he creado al destructor, pero ninguna arma forjada te dañará más” (Is 51,12; 54,16-17a).
“María, tú sí que has elegido la parte buena” (Lc 10,12), dándonos la Vida en carne y sangre como las nuestras. Mirándote a ti, toda belleza y pureza en un cuerpo inmaculado, nuestro ser entero respira con alivio y nos atrevemos a decir al Señor: “Míranos, Señor Jesús, que hueso tuyo y carne tuya somos nosotros” (2S 5,1) y te queremos como Rey.