«En aquel tiempo, los judíos agarraron piedras para apedrear a Jesús. Él les replicó: “Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre: ¿por cuál de ellas me apedreáis?”. Los judíos le contestaron: “No te apedreamos por una obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo un hombre, te haces Dios”. Jesús les replicó: “¿No está escrito en vuestra ley: ‘Yo os digo: Sois dioses’? Si la Escritura llama dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios (y no puede fallar la Escritura), a quien el Padre consagró y envió al mundo, ¿decís vosotros que blasfema porque dice que es hijo de Dios? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre”. Intentaron de nuevo detenerlo, pero se les escabulló de las manos. Se marchó de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde antes había bautizado Juan, y se quedó allí. Muchos acudieron a él y decían: “Juan no hizo ningún signo; pero todo lo que Juan dijo de este era verdad”. Y muchos creyeron en él allí ». (Jn 10,31-42)
Hay palabras que se clavan como flechas y no necesitan mucha explicación, sino vivencia, saboreo de su Verdad, porque incitan al conocimiento del hombre Jesús de Nazaret que llevamos dentro: «Soy Hijo de Dios… El Padre está en mí…», y porque yo he venido a vosotros, en mi palabra, vosotros «sois dioses, hijos del Altísimo todos».(Sal 82,6). «Está escrito, y no puede fallar la Escritura», sentenciaste cariñosamente sabiendo que tú eres más que la Escritura.
La «obra del Padre» que proclamas, es la fe que te conoce, comprende, y sabe que un hombre es Palabra de Dios, y hace dioses a los que la reciben. Es la esencia de toda nuestra religión y teología. Conocer al Padre creyendo en ti, que eres el Hijo, como la gran obra del Espíritu que pusiste en escena —y sigue haciéndolo tu Iglesia— («eskenosen en emín») escenificar el Reino entre los hombres (Jn 1,14), ponerlo a nuestro alcance. Fue tu liturgia y es la nuestra. Hoy querían apedrearte, y en una semana reviviremos tu muerte recordándola.
No es fácil entrar en tu escenario de fe, Maestro de las obras buenas, pero tampoco es fácil apagar su luz cuando se prende, y salimos a la «eskenosis» donde tu obra es puro amor encarnado, aunque nos duela. Temor de Dios y del hermano, respeto absoluto, pero no temor mal entendido, que lapida con guijarros de lógica mundana al amor conocido.
Es difícil apedrear a Dios, porque las piedras le recaen a uno sobre el corazón, pero al hombre cercano, es posible. Entendieron tu mensaje escandalizante y no lo aceptaron. No eras un hombre que se hacía Dios, sino Dios hecho hombre. El argumento que usaste sobre tu identidad, Hijo de Dios, «Uno con el Padre», no se refería solo a los milagros físicos —que hacerlos, hacíaslos— sino a la Verdad que prende en cada alma, por tu presencia en el Evangelio proclamado. Es Palabra certera como un dardo, directa al corazón, no puede fallar. Eso te costó el doble intento de apedreo aquel día de marras, tu urgencia interior en la luz que produce la Noticia, como único camino de ir al Padre. Al final, amigo querido, te costaría la vida, pero así conseguiste la nuestra. Gástala, si quieres, en el mismo empeño.
Aquellos leguleyos no aceptaron el enorme brillo como espada que sale de tu boca. No quisieron ser dioses como tú eres Dios, quisieron ser dioses a su modo, acabando con la vida de otro hombre a pedradas.
Difícil, también hoy, en los umbrales de la física cuántica, entender y saborear que nuestra mismidad está construida sobre tu luz, y que la fe que te conoce es tan real como el mismo sol. Difícil alumbrar conjugando todos los tiempos y voces del Verbo del amor que eres, por activa o pasiva, en pasado, presente o futuro, en modo perfecto, imperfecto o pluscuamperfecto, en singular o plural; pero o somos luces tuyas en Dios, o nada.
Más fácil, apedrear al que solivianta nuestra sombría rutina que comprometerse en la luz que pone al descubierto nuestra vida. Especialmente difícil, si además de aceptar que yo soy hijo de Dios, de luz como Él —porque aun a regañadientes lo aceptaría, ¡quién no quiere ser dios! — tengo que aceptar que los demás, los que están más cerquita, los prójimos, son también dioses. Aunque ellos lo crean, y sea Evangelio, es difícil aceptarlo en la verdad oscura del orgullo propio. Por eso llevamos casi siempre piedras en la manos, ¡por si acaso alguno sale diciendo que es hijo de Dios y hubiera que servirlo!
Y es que la piedad falsa, la que en nombre de Dios apedrea y termina matando, puede proclamar que ‘ama a Dios sobre todas las cosas’, incluso que ama a todos los hombres del mundo, ¡menos a unos cuantos!, y quedarse tan pancha, piadoseando. ¡Siendo tantos millones! no sería muy grave dejar fuera de nuestro amor ‘piadoso’ solo a unos pocos, si no fuera porque esos pocos son los que se tiene cerca, a tiro de piedra.
El Amor que tú nos regalaste, Jesús del dardo en la Palabra, es amor de cercanía, de presencia, humanado, y en redundancia enamorado, práctico, de acompañamiento «al otro lado del Jordán», donde tu Padre te identificó en el agua —«Mi Hijo, mi amado, la perfección de mi proyecto ‘hombre’»— y donde nació la fe para tu Evangelista, cuando te vio pasar como uno cualquiera, te siguió, y se quedó contigo, donde vives. (Jn 1,38). Tu amor no es teórico, Jesús prójimo nuestro, y llega al que puedo alcanzar con mi mano, o con mi piedra.
Hagamos del Viernes de Dolores, día de luz. Que no se nos escapen de las manos Jesús y los hermanos.
Manuel Requena