Dijo Jesús a sus discípulos ˜“En verdad, en verdad os digo: vosotros lloraréis y os lamentaréis; mientras el mundo estará alegre, vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada (San Juan 16, 20-23a).
COMENTARIO
En el marco intenso, inmenso, de la última Cena judía o primera Comunión cristiana de Jesús con sus discípulos, seguida de su agonía, juicio y muerte, los capítulos 15 y 16 de S. Juan tienen un sabor a resumen de todo su Evangelio, su Noticia. No solo nos informa de lo que ya había vivido la primera Iglesia por los caminos de Israel con su Maestro al frente hasta morir en cruz, sino de lo que vivieron aquellos hombres después de su Resurrección, en el Espíritu. Es lo que hoy podemos y nos toca vivir a nosotros en la Palabra y la comunión con su Cuerpo y su Sangre, en este mundo distinto pero igual de malo, hasta que vuelva.
La permanencia en el cenáculo de Pascua, parece terminar en Jn 14,31: «Levantaos. Vámonos de aquí». Se levantaron,—¡y en qué forma, inundados de gracia!—, se fueron hacia el Huerto de los Olivos. Había anochecido y era primavera. Las parras, naranjos, viñas y olivos estaban en plena floración. Antes de llegar al huerto, tenían que pasar por viñas en flor, por naranjos vestidos del blanco rezumando azahares, o sarmientos que apenas hacía un mes parecían muertos de invierno, y ahora verdeaban vida resucitada a la luz de la luna llena en primavera. Allí les enseñó Jesús la simbiosis de vida cristiana. El pan y vino, su propio cuerpo y sangre que acababan de recibir en el cenáculo, les harían florecer a ellos y dar fruto como aquella naturaleza renaciente en primavera que entraba por los ojos con la luna de abril: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos…» (Jn 15). En esa savia de vida les resumió la catequesis de una pascua cristiana, su Pascua. Con dolor y tristeza, vendrá el gozo de un hombre nuevo que nace de lo que parecía seco, en su mundo nuevo del agua del bautismo, y en alegría eterna de saber que su Señor estaría cercano para siempre, en el recuerdo que da el Espíritu Santo en el Evangelio, en la Eucaristía. Desde aquella primavera, nadie nos podrá quitar su vida, su alegría, que es como el ADN de los que creemos en Él.
Quizás una clave de entendimiento de la lectura de hoy, esté en el versículo anterior de los que se leen: «Dentro de poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver» (Jn 16,19) Ante el desconcierto de los discípulos sobre aquel “poco”, que les producía tristeza, Jesús les instruyó sobre qué hacer en la tristeza que seguro vendrá. El hombre nuevo sabe esperar a que su tristeza se convierta en alegría estable, indestructible, del corazón en plenitud de su recuerdo que es la anámnesis de la Eucaristía, no sujeta al tráfico del mundo. «Nadie os podrá quitar vuestra alegría». Casi siempre desechamos la tristeza, quizás por el viejo dicho de que “un santo triste es un triste santo”, y porque muchas veces es síntoma de una desesperanza depresiva. Pero no siempre es así. Jesús asume la tristeza como parte del ser hombre ante la Pascua, como mujer embarazada ante su parto. Él mismo confesó en aquel huerto, tener el alma triste hasta la muerte. (Mc 14,34)
Es un problema temporal del eterno encuentro: para llegar a esa alegría, nadie nos podrá quitar tampoco el sufrimiento, y explicárselo a un mundo que solo quiere vivir un gozo continuo, sin dolor alguno, no resulta fácil sin mostrar abiertamente nuestra alegría de la esperanza, como las parturientas que esperan ser madres de hijos sanos. La angustia de enfrentarse al mundo que no quiere alegrarse de este modo, ni saber nada del amor del Padre, es el dolor más grande que sufrió Jesús y debemos experimentar nosotros. A Él le dolió más el rechazo por su pueblo de la gracia que les ofrecía, que los mismos clavos o espinas.
El mundo se empecina en vivir hasta apurar al hombre viejo, sin darle una oportunidad al nuevo que vive de la fe, al que está bendecido con el “trigo, el vino y el aceite”, signos del Cuerpo, la Sangre y la Unción del Cristo vivo. ¡Así nos va! Pero no siempre será así.