Las Iglesias de Oriente y Occidente celebran la fiesta de la Transfiguración del Señor. En algunos lugares toma el nombre de San Salvador, y es una de las advocaciones o nombres de Cristo más venerados en la Alta Edad Media. Así se puede comprobar en la dedicación de iglesias y ermitas de estilo prerrománico, y hasta de catedrales con el nombre de San Salvador.
Jesús, en uno de los momentos más íntimos de su vida, cuando sube al monte acompañado de los tres discípulos amigos, se transfigura estando en oración y se muestra de tal forma, que su rostro irradia luz, y sus vestidos son más blancos que los que pueda conseguir cualquier batanero del mundo.
Desde la resonancia de la obra de misericordia de vestir al desnudo, Jesús, en este acontecimiento del monte alto, nos revela nuestra identidad y nuestra dignidad sagradas al mismo tiempo que nos adelanta nuestro destino glorioso.
El Hijo amado de Dios, título con el que la voz del cielo presenta a Jesús, nos deja, a quienes somos hijos de Dios por adopción, la vestidura con la que seremos presentados ante su Padre.
La túnica sin costura depositada al pie de la Cruz, de la que fueron profecía la túnica que Jacob hace a su hijo amado, José, y el vestido de fiesta que manda traer el padre de la parábola para vestir a su hijo pequeño, que vuelve después de malgastar la herencia, toma en el pasaje de la Transfiguración un significado pleno, porque ya no solo seremos revestidos con un manto, traje o túnica materiales, con los que cubrir nuestra desnudez vergonzante, sino que seremos revestidos de luz, con un cuerpo glorioso.
Los contemplativos tienen en el icono de Cristo transfigurado el rostro en el que detener su mirada, y al tomar conciencia del reflejo que les llega de la mirada del Señor, se convierten en testigos privilegiados de la nueva humanidad.
El papa Francisco, dirigiéndose a los jóvenes en la clausura de la JMJ de Cracovia, les decía a cada uno: “¡Tú eres importante! Y Dios cuenta contigo por lo que eres, no por lo que tienes: ante él, nada vale la ropa que llevas o el teléfono móvil que utilizas; no le importa si vas a la moda, le importas tú. A sus ojos, vales, y lo que vales no tiene precio.”
Hoy se nos revela la identidad que hemos adquirido por el hecho de que Dios se haya hecho hombre. Gracias a la Encarnación, cada ser humano adquiere la dignidad de ser criatura hecha y formada a semejanza del Hijo de Dios. “Porque la fe nos dice que somos «hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1): hemos sido creados a su imagen; Jesús hizo suya nuestra humanidad y su corazón nunca se separará de nosotros; el Espíritu Santo quiere habitar en nosotros; estamos llamados a la alegría eterna con Dios. Esta es nuestra «estatura», esta es nuestra identidad espiritual: somos los hijos amados de Dios siempre. Entendéis entonces que no aceptarse, vivir infelices y pensar en negativo significa no reconocer nuestra identidad más auténtica” (Francisco, JMJ Cracovia).
Ángel Moreno.