Quiero contar una hermosa historia de amor, del verdadero amor que es capaz de dar la vida por la persona amada, aunque humanamente esta no sea digna de ello. Y quiero contarla porque en una sociedad como la nuestra, en la que todo se presenta en formato “light” de modo que nada es lo que se dice ser, y hasta los cristianos buscan subterfugios para acomo-darse a las cosas de este mundo, se precisa que aparezcan, de cuando en cuando, los hijos de Dios que saben vivir la fe en grado heroico.
Su protagonista se llama Tomasina, y digo “se llama” porque, aunque ha muerto para el mundo, vive para Dios. Era –usaré el pretérito de las historias– una mujer como tantas otras, sencilla y mujer de su casa. Casada por la Iglesia en la ciudad de Santo Domingo, vivió unos primeros años felices con su marido hasta que un día, como sucede tantas veces por estas tierras de América, fue abandonada por él que marchó a Estados Unidos. Durante muchos años nada supo de él y terminó perdiendo su rastro. Se dedicó sola al cuidado y la educación de sus hijos.
Una vez que los hijos llegaron a la madurez y dejaron de reclamar sus atenciones, vio del Señor la necesidad de buscar y rescatar a su marido. Después de efectuar sus averi-guaciones, lo localizó finalmente en Nueva York, hecho una piltrafa humana, malviviendo entre los vagabundos por las calles, habiendo contraído el Sida a consecuencia de su vida desordenada. Lo recogió y acogió de nuevo trayéndolo a su casa; lo cuidó y le sirvió, a pesar del poco agradecimiento que él mostraba.
Un día Tomasina cayó en la cuenta que su marido lo que realmente necesitaba era saberse amado de verdad, pues a pesar de los desvelos de ella hacia su marido, él seguía sintiéndose juzgado. Entonces vio la necesidad de entregarse conyugalmente a su esposo, a pesar del riesgo que corría de contraer la inmunodeficiencia adquirida. Se donó a él, lo amó y le devolvió su dignidad de hombre y de esposo, y él supo que era amado, no juzgado ni despreciado. Con su acto, ella contrajo el síndrome y él recibió la vida.
A los pocos meses murió él a consecuencia de su deficiencia inmunológica. Un tiempo después le siguió ella por el mismo motivo. En su lecho de muerte amonestaba a sus hijos para que no dudaran del amor de Dios, porque ella daba por muy bien empleada su vida con tal de haber salvado a su marido.
así como es su grandeza es también su misericordia
¿Qué movió a Tomasina a actuar tan en contra de lo que hubieran hecho el común de los mortales? Muy pocos van en busca del cónyuge adúltero y traidor. Menos aún lo re-ciben en su casa sin contrapartida. Casi nadie estaría dispuesto a arriesgar su vida por el “culpable”. Tomasina lo hizo. ¿Por qué?
Porque pudo llegar al límite y amar hasta el extremo, pues “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Sí, porque el marido de Tomasina no era su enemigo, no, al menos, a los ojos de Dios, y Tomasina veía con los ojos de Dios. Y el mirar de Dios es mirada de misericordia.
Dios es justo y es misericordioso. ¿Cómo conjuga su justicia con su misericordia? En el mundo de los humanos, el juez es el encargado de dictar justicia y lo hace después de haber examinado con detenimiento la causa y de haber sopesado todos los pormenores. Sin embargo, con frecuencia los juicios humanos son erróneos, porque no siempre se conocen o no se tienen en cuenta todos los pormenores. Sobre todo los juicios que sos-tenemos sobre nuestros prójimos.
Los juicios del hombre son temerarios porque el hombre no sabe las causas. Ve, sí, los hechos. Fulano adulteró, tal otro robó, el de más allá mordió, pero no ve quién le mordió primero para que él mordiera, ni qué sufrimiento o esclavitud le lleva a cometer determinados actos. Dios, sí. Él lo ve y lo conoce todo, por eso sabe que el hombre es débil, pequeño, enfermo y está engañado. Y por eso no juzga, ama y usa de misericordia. Como el hombre es desconfiado, le da muestras de su amor hasta el punto de cargar con sus pecados y dar la vida por él. Eso hace Dios. Eso hizo Tomasina. ¿Un caso límite? ¿Una locura? ¿Una estupidez? A los ojos del mundo, tal vez; a los ojos de Dios, nunca. Para Dios eso es amor, y el amor es Dios.
al Calvario voy con Cristo
No se dan muchos casos como el de Tomasina y menos en el ambiente cultural en el que nos movemos; en el que todo el mundo mira por la defensa de sus derechos reales o inventados y priva la reivindicación de los mismos. Muy pocos están dispuestos a des-cuidarlos o posponerlos por defender los derechos del otro. Dios lo hace. Él se despojó de su rango y no retuvo ávidamente ser tratado como Dios, que es, sino que se abajó y se sometió por amor. No vino a ser servido sino a servir a su criatura, la que le debía el ser y todo. E invita a sus discípulos a hacer lo mismo: “Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13, 14-15).
Tomasina tomó nota e hizo lo propio. No se buscó a sí misma, no exigió sus derechos, no echó en cara a su marido sus pecados, no lo llevó ante el juez, pues sabía que también ella estaba necesitada de misericordia, y amó a su prójimo con la misma misericordia con que ella había sido amada.
Tomasina es cristiana porque hizo lo que hace Cristo, lo que Él invita a hacer a sus dis-cípulos: “amaos como yo os he amado”. Y nos ha dejado un encargo: hasta que Él vuel-va, estamos invitados a comer de su cuerpo y a beber de su sangre, o lo que es lo mismo: entrar como Él ha entrado en la muerte libremente, aceptando cargar con las injusticias del otro sin condenarle, ya que, como dijo Jesús en la cruz, “no sabe lo que hace”.
No lo sabe, si lo supiera, si tuviera dominio sobre sí mismo, si fuera libre, no hubiera crucificado al Señor de la gloria. Pero el hombre no es libre, ni puede hacer el bien que quiere, por eso necesita ser liberado, porque está sometido al poder de la muerte. Y lo único que le puede librar es aquello que es más fuerte que la muerte: el amor.
entre tus manos pongo mi existir
Así nos ha liberado Cristo, así liberó Tomasina a su marido; entregándose por amor sin temor a la muerte. Por eso es necesario que se alegren los cielos y la tierra, porque ella ha vencido gracias a la sangre del Cordero y ha despreciado su vida sin temer a la muerte. Tomasina es libre y con su acto de libertad liberó también a su esposo. Hoy los dos son eternamente libres y plenamente dichosos. Y la Iglesia se regocija porque a una de sus hijas se le ha concedido amar con el mismo amor que nos envuelve a todos.
¿Que esto es una locura? El mundo de hoy está necesitado de estas locuras para entrar un poco en la cordura. Empeñado en ganar la vida al margen del autor de la vida, conti-nuamente la está perdiendo persiguiendo quimeras. Necesita, pues, conocer a personas como Tomasina, que ha seguido el camino correcto, sabedora que perdiendo la vida es como se gana. Ella vivió la locura de la cruz y testimonió al único Cristo que confesamos: a Cristo crucificado, “escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Co 1, 24-25).
Tomasina, un caso límite, una cristiana a la que Dios puso en el candelero para que su luz alumbrara a los hombres. Dios tiene esas cosas: a veces, a sus elegidos los somete a prueba y les otorga una gracia inmensa, dándoles la oportunidad de ser cristianos, y concede al mundo lo que este espera con ansia: que los hijos de Dios se manifiesten.