El primer día de los ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos:
–¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?
El envió a dos discípulos, diciéndoles:
–Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo, y en la casa en que entre, decidle al dueño: «El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?».
Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.
Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua.
Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo:
–Tomad, esto es mi cuerpo.
Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y todos bebieron.
Y les dijo:
–Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios.
Después de cantar el salmo, salieron para el Monte de los Olivos (San Marcos 14,12.16.22-26).
COMENTARIO
En el momento del sacrificio de la Pascua, mientras se daba la inmolación, es cuando los discípulos preguntaron al Maestro que dónde quería que se preparara la Pascua. El sacrificio litúrgico, expresión y fuente del sacrificio espiritual de cada uno, origina un acercamiento al Señor para hacerle preguntas. Debemos dialogar con El tanto en la conmemoración litúrgica como en los sacrificios diarios que los cristianos debemos ofrecer para colaborar con Cristo en la redención del mundo.
Así debe ser nuestro sacrificio, en diálogo de amor y delicadeza con Jesucristo. Una liturgia o una vida sacrificada sin diálogo interior con el Señor no debiera darse. Y un diálogo sin vida, sin entrega, sería trampa, ausencia total de fruto.
Los discípulos atinan a preguntar en el momento en que se disponían los judíos a sacrificar la Pascua. Podían no haberle preguntado pero lo hacen porque tienen que enseñarnos que en tanto en la vida sacrificada de cada día como en la acción litúrgica es el Señor el que ha de llevar el hilo conductor. Ciertamente “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,1-8).
¡Si preguntáramos más al Señor! Todo sería diferente. Hay que aprender a preguntar al Señor. El desea que se haga, porque preguntarle no solo es contar con Él, en alta delicadeza es también amarlo.
La Virgen María preguntó al ángel que cómo sería aquello de ser madre del Mesías (Lc 1,34-36). En realidad estaba amando a Dios con su pregunta. Era aquella una interrogante no para escapar sino para entregarse, más todavía.
Los discípulos preguntan al Señor para amarlo más tanto por la misma delicadeza de la pregunta como por el efecto y resultado de la misma. Hacer las cosas que Dios quiere y como Dios quiere es doctrina corriente entre los santos. Efectivamente se puede hacer lo que Dios manda pero sin su espíritu. Se puede tener de algún modo caridad pero sin amor. Se puede tener fe oficial, pero sin confianza real.
“Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7). Pedir, buscar y llamar son tres verbos de búsqueda, de cuestionamiento ante lo que no se tiene. Son tres verbos que postulan un resultado. Se pregunta pidiendo, buscando y llamando a las puertas del ser, a las puertas de Dios, el Ser en Majestad.
La Ciencia avanza por la pregunta, el cuestionamiento. La Filosofía es la pregunta por el ser en cuanto tal, y en sus posibles maneras.
El mismo Verbo encarnado es pregunta viva para mí. El nos dice con su Palabra y Vida que si queremos seguirle y estar para siempre con El.
La curiosidad fue la fuente de la desconfianza, según nos narra el libro del Génesis. En la Edad Media la Curiositas se estudiaba como un vicio, una distracción del espíritu que impedía la ordenada actividad y el recogimiento necesario para el estudio y el amor sano. Esta curiosidad que estropeó la humanidad es bien distinta de la búsqueda sana de la verdad y de las preguntas necesarias para progresar en todo aprendizaje, sea humano o espiritual.
Las peticiones del Padre Nuestro son eso, peticiones, llamadas, búsquedas desde Dios y para Dios. A veces no se pide por orgullo. No se busca por pereza. No se llama por miedo. El orgullo, la pereza y el miedo son obstáculos para dialogar con el Señor en confianza.
Los discípulos quieren agradar a Jesucristo y por eso le preguntan, para hacer las cosas como él quiere, a su gusto.
Las preguntas hechas a Cristo generan amor, perfección. Y las de Cristo también. Una vez más recordamos la triple pregunta a Pedro: “Simón, hijo de Jonás ¿me amas más que estos? (Jn 21,15-19)”. Era el Señor el que estaba formando el corazón de Pedro. A Judas también le produjo herida de amor, pero sin resultado alguno dada la cerrazón del discípulo que más le valdría no haber nacido: ¿Amigo, con un beso entregas al Hijo del hombre? (Lc 22,48)
A Pedro le preguntó que porqué tenía tan poca fe (Mt 14,31). Le preguntó no para moverlo a infidencia sino a más confianza de amor. Pedro, confía, eso es todo.
El diálogo de la oración es necesario para hacer las cosas al gusto de Dios. Sin diálogo oracional hay monólogo donde fácilmente soy presa de mí mismo y de mi gusto.
Las respuestas del Señor son perfectas y producen perfección si yo me dejo en humildad. Los discípulos se encontraron las cosas tal y cómo les había dicho el Maestro. Los discípulos obedecieron.
En ese contexto de obediencia y respeto nació la Eucaristía, no sin falta de cruz. Judas fue el encargado de encargarla para ese día. Pero Cristo obediente al Padre genera obediencia en sus apóstoles menos en aquel hijo de la perdición.
Hagamos nosotros lo mismo al inicio de cada eucaristía: espíritu de obediencia y respeto amoroso ante la Majestad encarnada y ahora derramada en las especies del Pan y del Vino, que son ya su Cuerpo y su Sangre. Sustancia creada del mundo material que da paso a la sustancia de Cristo.