En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a los discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen.
Lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar.
Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las plazas y que la gente los llame “rabbí”.
Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar “rabbí”, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos.
Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo.
No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, el Mesías.
El primero entre vosotros será vuestro servidor.
El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (San Mateo 23, 1-12).
COMENTARIO
Esta crítica que Jesús realiza a los escribas y fariseos la podemos encontrar en los tres evangelios sinópticos pero San Mateo adopta la materia global, la llena con la tradición propia, también redacta algunas formulaciones con absoluta independencia y con todo ello forma un gran discurso. En la estructura del evangelio este discurso puede concebirse como un equivalente del sermón de la montaña, que empieza con las bienaventuranzas. Allí se proclama la doctrina de la verdadera justicia, aquí se pone al descubierto la falsa justicia del fariseísmo y de los rabinos. Esta palabra nos ayuda a entrar en este tiempo tan importante donde el Señor nos invita a descubrir qué hay verdaderamente en nuestro corazón, para que podamos entrar en la Pascua. La Iglesia, con esta Palabra, nos hace presente un riesgo muy común: «pensar que somos buenos», como el joven rico. Creer que «por nuestras obras externas» estamos salvados. Sin embargo, Jesús, tiene una antropología muy diferente y, de nuevo, —como en el Sermón de la montaña— viene buscando qué hay verdaderamente en nuestro corazón; cuál es nuestro deseo; qué buscamos en verdad: «Porque os digo que, si vuestra justica no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 5,20). Los judíos habían convertido la justicia divina en pura normativa legalista y así, para cumplir los diez mandamientos, establecieron 613 normas que transformaba la relación con Dios y con los demás en un estricto «postureo religioso». Jesucristo nos hace ver la verdadera Justicia de Dios que estaba contenida en aquellos diez mandamientos: el amor, la donación, el servicio. La forma de entrar en la «Ley de Dios» no es a través de nuestras fuerzas sino a través de la Gracia. Entra en esa Ley, aquél en el que sobreabunda la «Justicia de Dios»; aquel en el que habita Dios en su corazón; aquel que rechaza la propuesta del mundo. Por eso, este tiempo de Cuaresma, es tiempo de reflexión, de interiorización, ya que, de lo que hay en nuestro corazón, es de lo que «habla la boca», lo que dirige nuestro comportamiento y nuestros juicios. Por eso, esta Palabra termina invitándonos al descendimiento, a la humildad, a dejar a Dios que «sea» en nuestra vida —a imagen de Cristo—, para entrar en la donación, en el servicio a los demás, en la mentalidad de Dios, que no busca el aplauso y el premio del mundo, sino la eternidad, el cielo.