«En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo esta parábola: “Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: ‘¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me habla perdido’. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: ‘¡ Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me habla perdido’. Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta”». (Lc 15,1-10)
¡Qué buen ejemplo nos dan estos publicanos y pecadores! Se acercan a Jesús; no esperan a que Jesús les llame. Ni siquiera esperan, sentados al borde del camino, a que pase por su lado. No. “Se acercan”, toman la iniciativa; y lo hacen con el deseo de “escucharle”, de aprender, “como el ciervo acude a las fuentes de las aguas”.
¿Sabían que las palabras de Jesucristo eran, son, “palabras de vida eterna”? Quizá no; al oírle, lo descubrieron. Y su gesto es una invitación para que nosotros leamos los santos evangelios —la palabra de Dios— y lleguemos a conocer personalmente la vida de Cristo en la tierra: su vida y sus enseñanzas. Los evangelistas, Mateo, Marcos y Lucas, han recogido el testimonio vivo de testigos oculares de las acciones de Jesucristo; y Juan ha vivido los hechos y las palabras en primera persona. Los cuatro los han escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo.
Los publicanos y los pecadores sabían, ciertamente, que Él los iba a acoger; les iba a escuchar; iba a hablar con ellos. Los fariseos y los escribas lo sabían también; y en vez de prestar atención a sus palabras, manifiestan su enfado porque “ese acoge a los pecadores y come con ellos”. ¿Querían tener la “exclusiva” de la atención de Jesús?
Se han olvidado de las palabras del Señor, cuando afirmó que no “había venido a buscar a los justos, sino a los pecadores”. Y sabiendo que todos son pecadores, el Señor se dirige a los fariseos y a los escribas, y les invita a reflexionar. Otras veces se habían acercado a Él con el deseo de provocar reacciones que les dieran pie a acusarlo por haber violado la Ley. Esta vez el Señor se adelanta y quiere llegar a su corazón.
“Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra?”. Cristo se presenta ante los que le buscan y ante los que le critican, como el Buen Pastor que está dispuesto a salir al encuentro no de una oveja perdida, sino también de las cien si todas se hubieran descarriado. Él sabe que todos necesitamos de Su preocupación de Buen Pastor, de sus desvelos de Buen Pastor, para salir del fango y de la miseria en los que tantas veces enterramos nuestras vidas.
Sale a la búsqueda de la oveja perdida. La encuentra y la carga sobre sus hombros “muy contento”, con una alegría que queda levemente reflejada en el gozo de una madre al poder abrazar de nuevo a su hijo pequeño perdido en medio de una multitud.
Nosotros, pecadores, vivimos la alegría de ser perdonados; vivimos el gozo de ser amados por Dios, no obstante nuestras miserias, nuestra pequeñez. No nos damos cuenta, sin embargo, de la alegría de Dios al perdonarnos; del gozo de Cristo cargando con nuestros pecados, muriendo en la Cruz por nosotros; y resucitando para abrirnos las puertas del Cielo.
Y tampoco nos damos cuenta de Su pena, de Su dolor, cuando encuentra “ovejas perdidas” que no se dejan cuidar, que no quieren ser alzadas hasta los hombros de Cristo, que prefieren desangrarse ellas solas porque no quieren arrodillarse y pedir humildemente perdón.
Todos, a la vez, somos “oveja” y “pastor”. ”Oveja” que se deja guiar por la voz del Pastor, Cristo; y “pastor” que se preocupa del bien de los demás, de nuestros amigos, de nuestras familias, de todos los que trabajan con nosotros, y anhelamos transmitirles la “luz” del Pastor, el gozo de la misericordia de Dios, cuando nos libera del pecado, cuando ayudamos a otras “ovejas” a volver al redil. “¡Felicitadme! He encontrado la oveja que se me había perdido”.
Además de salir a nuestro encuentro; además de cargar sobre sus hombros nuestras almas heridas por el pecado; además de curar nuestras heridas, el Señor solo nos pide que le felicitemos. Con las palabras del pastor que encuentra la oveja perdida y de la mujer que barre toda la casa hasta que halla la moneda, el Señor nos pide que también le felicitemos a Él.
¿Cómo podremos felicitar las criaturas a nuestro Creador; cómo podremos felicitar los pecadores a nuestro Redentor; cómo podremos felicitar los “pobres de espíritu”, los “pacíficos”, los caminantes de Emaús en todos los senderos de la tierra, a nuestro Santificador? La respuesta es sencilla: dando gracias.
Es la acción de gracias hacia su padre, que habrá vivido toda su vida el hijo pródigo, allá en el fondo de su alma. Es la acción de gracias que brota del corazón de Nuestra Madre Santa María cuando exulta de gozo al ver las maravillas que el Señor ha hecho en Ella.
Ernesto Juliá Díaz