De joven se ocupó de atender a familias pobres en el extrarradio de Madrid, y sus amigos le recordaban llevando en brazos a un niño desamparado hacia la casa de unas monjas en el centro de la capital; también daba catequesis a niños pequeños, y a la salida de una de ellas, en los difíciles años de la persecución religiosa, recibió un golpe en la cabeza con una llave inglesa que casi le mata; fue perseguido y pasó 54 días encarcelado a causa de su fe; acompañó durante 40 años a un santo, el fundador del Opus Dei, y pasó otros 40 años sirviendo a la Iglesia en la Santa Sede; durante su labor al frente de la Obra alentó e impulsó más de 45 iniciativas asistenciales y pastorales en todo el mundo. Es español, se llama don Álvaro del Portillo y el próximo sábado, 27 de octubre, será beatificado en Madrid, la ciudad que le vio nacer. Don Álvaro, a quien llamaban el báculo de san Josemaría, será propuesto desde el sábado a la Iglesia como nuevo intercesor y modelo de santidad.
Álvaro del Portillo fue más que el sucesor de san Josemaría, tras la muerte del fundador en 1975, y más que el primer Prelado del Opus Dei. Lo que más destaca el Vicepostulador de su Causa, don José Carlos Martín de la Hoz, es que fue «un hombre muy de Dios y una persona con una gran bondad; muy fiel y muy humilde, y de una gran inteligencia». Su biógrafo don Salvador Bernal conoció a don Álvaro ya en 1960, y subraya que él era «especialmente cariñoso, afable y sonriente. Un hombre bueno, y fuerte y recio al mismo tiempo, siempre con una sonrisa y siempre muy normal». Muchos de los que le conocieron hacen hincapié en la sensación de paz que vivía y transmitía alrededor, pues mostraba esa paz incluso en momentos de tensión. Y no era por indiferencia o despreocupación. Él se implicaba muy a fondo en todo, pero a todo le daba un tono muy sobrenatural: poner primero los medios humanos necesarios y abandonarse luego a la voluntad de Dios. Él vivía así, con una paz infinita».
Esa virtud no era fruto de un esfuerzo voluntarista, sino el resultado de una vida inmersa en Dios. Don Javier Cremades, Delegado de Actos Públicos en la archidiócesis de Madrid, también conoció de niño a don Álvaro del Portillo, que por entonces se convirtió en un buen amigo de la familia, y cuenta que «todo lo que hacía y decía dejaba traslucir su intensa vida de oración personal. A pesar de no tener muy buena salud, él siempre estaba sonriente y pendiente de los que tenía alrededor. Nunca acaparaba la atención. Tenía mucha facilidad para ponerte delante del Señor, y luego desaparecer. Cuando hablaba del Señor y de la Virgen era de una ternura que conmovía. Nos decía que, si tratamos bien a Jesús, el resto de la vida irá muy bien. Además, bastaba decirle que tenías un problema para que en seguida se pusiera a rezar para solucionarlo. Te ayudaba dándote consejos de mucho sentido común, y luego te decía: No te preocupes, que voy a rezar más…» Y refiere como anécdota que, «en 1967, al recibir la Gran Cruz de San Raimundo de Peñafort, nos confesaba que esa cruz le importaba menos que las pequeñas cruces de cada día, y nos pedía que le ayudáramos rezando para que las pudiera llevar con garbo».
Con su beatificación, la Iglesia propone a todos los católicos un nuevo modelo y un nuevo intercesor. En este sentido, «don Álvaro ya no nos pertenece sólo a los miembros del Opus Dei o a quienes le hemos conocido de cerca, sino que pasa a ser patrimonio universal de toda la Iglesia», afirma su Vicepostulador. Por eso, el nuevo Beato propone al hombre y la mujer del siglo XXI una vida metida en Dios, como la suya propia: «En la conversación, don Álvaro incluía a Dios de manera natural, y así te llevaba a ver las cosas con una luz sobrenatural, de manera que así se veían de otro modo. Él incluso trabajaba metido en Dios; se podría decir que el trabajo lo hacían Dios y él, y tenía una paz adquirida fruto de la oración. Pienso que los hombres de hoy necesitan que los cristianos aparezcamos ante ellos de esta manera,contagiándoles a Dios, a Quien llevamos dentro», continúa Martín de la Hoz.
Asimismo, es también modelo de compasión, «pues sufría con los problemas que tenía quien hablaba con él»; y modelo de comunión, pues fue requerido por diversos Pontífices para trabajar en diversos organismos y dicasterios de la Santa Sede, entablando amistad con cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, nuevas realidades eclesiales: «Él impulsaba y alentaba a todos; amaba todos los carismas de la Iglesia», señala su Vicepostulador.
de ingeniería de Caminos
Sin embargo, este hombre de paz pasó las penalidades propias de la Guerra Civil, e incluso llegó a estar escondido y a ser encarcelado a causa de su fe. Sin embargo, «él nunca hablaba de eso -constata Martín de la Hoz-. Él siempre tuvo una gran confianza en Dios y una gran confianza en el hombre. Siempre animaba a trabajar y a estar unidos y buscar el bien común. En medio de un siglo dominado por las ideologías, procuraba no manifestar sus ideas políticas, sino que impulsaba iniciativas de desarrollo y animaba a lograr la unidad, el trabajar juntos, el servir a la sociedad todo lo posible, ayudar a los más necesitados. Ésa era su visión; no se detenía en discusiones que podían desunir».
Con todo, lo que más le preocupaba de nuestro país era, según don Javier Cremades, el avance de la secularización: «A veces, al ver algún telediario, nos decía: Habéis perdido la epidermis; hay que rezar mucho para que España tenga la piel delicada de ese amor al Señor que ha tenido siempre. Y nos urgía a todos a ahogar el mal en abundancia de bien».
Un momento especialmente delicado lo vivió don Álvaro a la muerte de san Josemaría, en 1975. Le sucedió al frente de la Obra y, en su primera entrevista con Pablo VI, el Papa le aconsejó: «Siempre que deba resolver algún asunto, póngase en presencia de Dios y pregúntese: ¿Cómo actuaría el fundador? Y obre en consecuencia».
Ya para entonces, Álvaro del Portillo «había aprendido de san Josemaría -cuenta Martín de la Hoz- a ser padre y pastor. Cuando pasa a ser el Prelado, ya ha aprendido a tener un corazón grande, a estar pendiente de los detalles, a no ver nunca masas, sino personas concretas. Así, actuaba con mucho amor a la Iglesia, con mucho amor a las personas, con mucha confianza en la gente».
Don Salvador Bernal descarta que fuera «un mero acompañante» del fundador de la Obra: «Él estaba siempre en segundo plano, pero era muy activo. De hecho, hay muchas cosas en la historia de la Obra que se deben a la iniciativa de don Álvaro; por ejemplo, el uso de películas para grabar las charlas de san Josemaría». Su biógrafo da de él una imagen moderna y actual: «Era muy innovador y creativo. En el año 1992, tenía una agenda electrónica, en la que anotaba todos los aniversarios, cumpleaños y fechas señaladas. Usaba el correo electrónico y sin duda hoy utilizaría el whatsapp. Y le encantaba estar con la gente joven».