En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día». Entonces decía a todos: -«Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo?». Lc 9, 22-25
“El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho” y todos los que quieran seguir sus pasos tienen que aceptar entrar por este camino. No hay otro. No existe otra senda para ir al cielo. Pero la cruz no es un fin, es un medio. En la Patria celestial no habrá cruz pero todos luciremos nuestras cruces como el más alto timbre de gloria, así como Cristo Resucitado quiere que permanezcan sus llagas llenas de luz.
El Señor, cuya sangre derramada por nosotros es un testimonio de amor y misericordia, nos invita a descansar en su amor infinito e incondicional. Tan inmenso es su amor que lo ha sufrido todo por nosotros sin otro deseo que el de nuestro bien. Cristo puso toda su inteligencia al servicio de la Pasión porque la Pasión es el triunfo supremo del amor y el Hijo, como Dios que es, no puede dejar de amar.
El nos ha dado ejemplo de que es mejor perder por amor –perder la gloria, la infinita felicidad de la vida intratrinitaria- que perderse la dicha de poder amar. Amar de verdad es lo único que merece la pena. Todo lo demás no vale nada. Es en el sufrimiento donde se llega a la plenitud del amor. Así lo han vivido todos los Santos que han deseado unirse al Cristo que padece en el Calvario para experimentar el gozo del amor profundo y divino.
Del dolor a la gloria, pero apoyados siempre en la fe que nos da la certeza de que el dolor es una caricia del amor del Padre hacia sus hijos más queridos y la puerta de una felicidad que sobrepasa todo juicio y que el Dios de la misericordia nos otorga ya en esta vida.
Es verdad que la fe en la cruz es lo más difícil de vivir pero la cruz nos hace, incluso si sólo nos quedáramos en un plano humano, más verdaderamente hombres. Así lo confiesan personas no creyentes que se han visto alcanzadas por fuertes experiencias de sufrimiento. Es a través de estos momentos muy difíciles como algunos confiesan haber comprendido cómo los ángeles se abisman en la contemplación de la gloria infinita.
La moral de la Modernidad ha cultivado una arbitraria sensiblería en virtud de la cual todo era preferible a morir. Pero el valor de la vida consiste en perderla a tiempo y con gracia. ¿Por qué ha de triunfar una vida larga sobre una vida alta? La vida en la tierra tal como Dios la ha pensado tiene un aspecto de dolor y lucha insoslayable. Todo creyente debe animar dentro de sí un espíritu guerrero que no encuentre en el riesgo de una empresa motivo suficiente para evitarla. Y no hay mayor empresa que sacrificarlo todo en aras de Cristo y su Evangelio para ganar almas para la vida eterna.
Juan Pablo II, al bendecir un día de la Virgen de Lourdes a varios enfermos, les transmitió unas hermosas palabras de esperanza que a todos siempre nos estimulan: “Pronto Jesús se acercará a vosotros para bendeciros con una promesa: “Todo lo hago nuevo” ¡Confiad!”.
Confiemos siempre total y absolutamente en Dios y su amor en todo momento y circunstancia de la vida. El siempre conduce todo para nuestro bien y su amor por nosotros es eterno e incansable.