«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega”. Dijo también: “¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”. Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado». (Mc 4, 26-34)
Jesús no se anda con teorías. Quiere que le entiendan. En sus enseñanzas utiliza ejemplos de situaciones y de cosas familiares para todos. Les habla de redes y de peces, de viñas y sarmientos, de ovejas y pastores… A través de sus parábolas y comparaciones expone el misterio del amor de Dios y del reino de los cielos que ha venido a instaurar.
En el evangelio de hoy nos ofrece una enseñanza fundamental a través de las parábolas de la semilla y del grano de mostaza. El protagonista de las parábolas no es el labrador ni el terreno en el que se siembra, sino la semilla. La semilla germina y crece sin que el labrador sepa cómo. Primero el tallo, luego la espiga, finalmente el grano… Son etapas de un crecimiento misterioso y espléndido que únicamente se entiende desde una verdad primordial: que todo lo hace Dios y que solo Él es el Señor del mundo y de la historia.
Decía san Agustín que las acciones por las que Dios rige el mundo y la naturaleza deberían ser consideradas como elementos de un gran milagro divino. Se lamentaba de que estos “milagros” se nos han hecho por su cotidianidad tan sin relieve que ya casi nadie estima importante la acción de Dios en cada grano de trigo. Sin dudarlo, él consideraba que “el orden del universo entero es un milagro mayor que el saciar a cinco mil hombres con cinco panes”.
Cuando nos olvidamos del protagonismo de Dios en el mundo; cuando perdemos confianza en el poder de su acción y en la eficacia de su gracia, pueden presentarse dos escenarios perjudiciales: que nos llenemos de orgullo cuando las cosas salen bien pensando que es mérito nuestro, o que nos llenemos de frustración cuando salen mal.
Ciertamente, el Señor nos pide colaboración a la hora de hacer las cosas: tomar la cruz de cada día, esfuerzo por vivir las virtudes cristianas, perseverancia en los trabajos, acción apostólica entre nuestros familiares, amigos y conocidos, etc. Como el buen labrador se preocupa de sus campos y está atento al sol y a la lluvia, así nosotros no hemos de ahorrarnos ningún esfuerzo. Sin embargo, nunca hemos de olvidar que ni la santidad personal ni los frutos apostólicos provienen de nuestras técnicas y energías.
¡Cuánta razón tiene esta plegaria a Dios de san Agustín, que en tantas ocasiones podrá ayudarnos a recuperar la visión sobrenatural, perdida quizás tras un fracaso o por el cansancio!: «Da lo que mandas y manda lo que quieras» (Confesiones, X, 29). ¡Qué lejos está esta actitud de la quien piensa que la vida cristiana es puro voluntarismo y esfuerzo personal!
Todo lo hace Dios. No es esta una teoría, sino una verdad para vivir a diario en medio de la hermosa labor que el Señor nos confía de extender su Reino por todo el mundo. No es una teoría, pero sí una cuestión de fe: «”Omnia possibilia sunt credenti» — Todo es posible para el que cree. —Son palabras de Cristo. — ¿Qué haces, que no le dices con los apóstoles: “adauge nobis fidem!” — ¡auméntame la fe!?». (S. Josemaría, Camino 588)
Juan Alonso García