«En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”. Ellos contestaron: “Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas”. Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Simón Pedro tomó la palabra y dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús le respondió: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo! Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”. Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías». (Mt. 16, 13-20)
La impetuosidad de Pedro en la respuesta que da a Jesucristo podría hacer creer a alguno que ese arranque de fe se debió a su carácter, a sus cualidades humanas o la intrepidez con la que había optado por el seguimiento del Maestro. Sin embargo, nada de esto es así, como se demostraría por su comportamiento ante los acontecimientos que rodearon la Pasión del Señor.
En esta ocasión es el propio Jesucristo el que se apresura a aclarar que ha sido el Padre, que está en el Cielo, quien ha revelado a Pedro que Él es “el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
También a nosotros se nos otorga la fe por iniciativa de Dios, es decir, por el Espíritu Santo que se nos ha dado y que habita en cada corazón, mientras no se le eche fuera por el pecado. Esta consideración nos invita a no vanagloriarnos de ninguna virtud o buena obra que podamos hacer, pues todo es gracia, todo es don gratuito concedido por el Espíritu Santo. Pues en cuanto atribuyamos la virtud que podamos poseer o las buenas acciones de que seamos capaces, a nuestra bondad natural, manera de ser o esfuerzo personal, caemos en una postura de soberbia que nos lleva a creer que, en el fondo, somos mejores que los demás. Esta actitud del corazón lleva consigo la huida del Espíritu Santo que es incompatible con la competitividad entre los hermanos, las rivalidades y todos los torcidos sentimientos que se derivan de aspirar a ser el primero, el superior a los otros, tales como la envidia, los celos, el juicio, la adulación, el rencor e incluso el odio. Jesucristo en varias ocasiones corrige a sus discípulos cuando se expresan como las gentes del mundo: “El que quiera ser el primero en el Reino que se haga el servidor de los demás”.
Mucho le cuesta al ser humano comprender que la verdadera grandeza no estriba en el poder que se logra mediante el sometimiento de los demás a la propia voluntad, sino en el ser capaz de amar con más intensidad que los otros. El infinito poder y la auténtica gloria de Dios son producto de su insuperable amor a todo lo creado.
Por otra parte, la promesa de la victoria final de la Iglesia sobre el Maligno es una consideración que nos debe acompañar siempre, especialmente en los momentos difíciles en los que nos parece inminente el triunfo de las fuerzas del averno. Jesucristo ha ganado para sus seguidores la inmortalidad, la Vida Eterna.
Juan José Guerrero