En aquel tiempo, dijo Jesús al gentío: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado, Y yo lo resucitaré en el último día.
Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí.
No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ese ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (San Juan 6,44-51).
COMENTARIO
Ya estamos inmersos en la tercera semana de Pascua y se nos presenta esta palabra del evangelista Juan que, como todo su Evangelio, pretende llevar —al que acoge su mensaje— la buena noticia de que Jesús de Nazaret, hijo de José —el carpintero— y de María, es el Hijo de Dios y que cualquiera que crea esta novedad tendrá acceso directo a la vida eterna (como le ocurrió al «buen ladrón»). La verdad es que la pretensión del «discípulo al que Jesús amaba» es verdaderamente la clave para entender el cristianismo. Si vamos un poquito más atrás en el evangelio, vemos como los judíos están escandalizados porque Jesús, el hijo del carpintero, este nacido en Nazaret (la naturaleza humana del Verbo divino) se ha presentado como «el pan vivo bajado del cielo». La fe es una constante paradoja. «Virgen y madre»; «carpintero y pan bajado del cielo»; «Muerte y Vida»; «incapacidad y eficacia» … Esta paradoja se nos presenta en nuestra vida muchas veces y nos descoloca, llevándonos incluso hasta la tristeza y este es el motivo por el que muchos de nosotros, quizá, nos sentimos incapaces de participar en la alegría de este tiempo pascual en el que vive la Iglesia.
Las herejías que surgieron en la Iglesia durante los primeros siglos eran producto de intentar «rectificar» esta «paradoja» de la fe, de tal forma que lo propuesto fuera algo razonable para nuestro entendimiento. Así, por ejemplo, si eliminamos o matizamos la naturaleza humana de Jesús, se acaba la paradoja —hombre-Dios—, pero también se acaba el plan salvífico elegido por el Padre para con el hombre. La forma de entrar en la «paradoja» es a través de la humildad que hace posible la fe; por esto esta palabra que hoy nos presenta la Iglesia, nos pregunta, en primer lugar, sobre nuestra fe.
La fe está en relación directa con el verbo creer, pero ¿qué es creer? Sabemos que la fe es una virtud teologal, como hoy confirma el evangelista: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado». Pero creer no es algo «conceptual», sino que es una «atracción» que produce un «comportamiento» espontáneo (obras de vida eterna) que llama la atención de la gente. Dice san Juan que «todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí». Este «venir a mí», es la fe. Por lo tanto, la fe es un «atracción» de Dios a la que el hombre puede responder positiva o negativamente (de hecho, según el evangelista después de este discurso muchos discípulos dejaron de seguir a Jesús). Pero vamos más allá; para que esta «atracción» nos lleve a Jesús —dice el hijo de Zebedeo— debemos «escuchar y aprender». ¿Qué tenemos que escuchar y aprender? El profeta Jeremías nos aporta un poco de luz: «esta será la alianza que yo pacte con la Casa de Israel, después de aquellos días —oráculo de Yahvé—; pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinarse entre sí, unos a otros, diciendo: «Conoced a Yahvé», pues todos ellos me conocerán, del más chico al más grande —oráculo de Yahvé—, cuando perdone su culpa y de su pecado no vuelva a acordarme» (Jer 31,33-34). Creer, como he comentado en muchas ocasiones, siguiendo a san Agustín y a santo Tomás, es algo más que creer en Dios y en todo lo que recito cuando profeso mi fe; creer implica algo más profundo: adherirse totalmente a Dios; dejar que él habite en mi corazón; si Dios es el dueño de nuestro corazón, de forma real, nadie tendrá que venir a «moralizarnos», porque la ley que Dios quiere imprimir en nuestro interior es el amor que nos ha enseñado el Hijo y que ha desmenuzado en el sermón del monte. Pero este amor, dice san Agustín, es impracticable si Dios no habita dentro de nosotros. Por eso Jesús se muestra hoy como el verdadero alimento que nos hace poseedores de la vida eterna. Él es el alimento que envía el Padre para que en nosotros nazca una vida —de agua y de espíritu— que llame a los demás a participar de la fe de la Iglesia. Si hoy en nuestra existencia no se da la plenitud, la satisfacción de ser creatura semejante a Dios es que seguimos pidiendo la vida al maná que se pudre diariamente.
Muchos se extrañan que en el cuarto evangelio no aparecen ni el relato del bautismo de Jesús ni el de la Eucaristía. Sin embargo, todo el evangelio de Juan tiene carácter sacramental; está repleto de signos y símbolos que hacen referencia a los elementos presentes tanto en el bautismo como en la Eucaristía. El último versículo —el número 51— de este texto que hoy se proclama, y que forma parte del discurso de Cafarnaún, nos introduce de lleno en el discurso eucarístico posterior: «Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo». Juan «no daba puntadas sin hilo». Dice que el pan que ha decidido el Padre darnos para que el mundo —condenado por el pecado y, por lo tanto, con el cielo cerrado— pueda vivir, es la «carne» de Jesús. Si observáis, san Juan no utiliza el término «cuerpo», como así lo hacen los textos que relatan la institución de la Eucaristía, no solo en los sinópticos, sino también en la carta de san Pablo a los Corintios. San Juan emplea el término «carne» que representa la debilidad, la finitud humana. Es decir, este Jesús-hombre —que tantas veces rechaza nuestra razón— que será colgado de un madero como un asesino, es el pan que Dios ha provisto para que el mundo viva. El cumplimiento de la ley de forma jurídica llevó al joven rico a la tristeza; la fe de aquel ladrón que reconoce en Jesús crucificado al Hijo de Dios le otorgó un lugar al lado de Jesús en el «paraíso». Que el Señor en este tiempo pascual nos conceda «escuchar y aprender» que ese pan comido con «hambre» es el alimento imprescindible para que en nosotros se dé esa vida espiritual, escondida en Dios que se alegra de forma inefable ante la tumba vacía.
1 comentario
Jesús nos enseña que la persona es frágil, sin embargo posee la fuerza del Espíritu en su interior, esta fuerza se mantiene con el alimento que Jesús nos indica y que contiene vida eterna.