«En aquel tiempo, subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos y los nombró apóstoles: Simón, al que puso de nombre Pedro, y Andrés, su hermano, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago Alfeo, Simón, apodado el Celotes, Judas el de Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor. Bajó del monte con ellos y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; los atormentados por espíritus inmundos quedaban curados, y la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos». (Lc 6, 12-19)
Jesús se retira solo a la montaña y pasa la noche orando a Dios. Después de esto, toma la decisión de elegir un grupo reducido de hombres de entre una multitud de discípulos. Es una elección humana, concreta, con nombres propios que el evangelista se molesta en detallar como la lista de seleccionados para un partido de fútbol. Jesús, tras orar, decide.
Si Él, que era Dios encarnado, actúa así para elegir los hombres que serán los cimientos de la Iglesia, nosotros ¿no deberíamos actuar de un modo similar para poner buenos cimientos en nuestra familia o en nuestra vida individual?
En el fondo, esta actitud orante antes de decidir es querer saber el parecer de Dios en un determinado asunto que tenga trascendencia en nuestra vida. Si quiero que en mi vida se cumpla la voluntad de Dios tengo que conocer cuál es su voluntad y actuar en ese sentido.
No puede ser igual apuntar a mis hijos a un colegio en el que se reza a Jesús que a otro en el que se reza a Jesús, a Mahoma, a Buda y al Hare Krishna en una extraña pedagogía sobre la divinidad universal. No puede ser igual elegir un trabajo en el que se roba a la gente que otro en el que se cuida ancianos o se vende pan. No puede ser lo mismo para mi vida espiritual tener una novia que te lleva a la Iglesia u otra que te lleva al huerto. No puede ser igual para la salvación de mi alma elegir un amigo con el que voy a hacer voluntariado a otro que me lleva siempre de copas y acabamos dando tumbos.
Miramos por Internet sin descanso, retirados en el “silencio y la soledad de la noche”, el hotel de las vacaciones, el nuevo modelo de coche que me quiero comprar y hasta el modelo de cortinas del salón, pero a los asuntos de la vida que suponen trascendencia, ¿les dedicamos el silencio, la soledad y el tiempo que en oración necesitan para ser resueltos? Cuando en nuestra vida tenemos que vivir un asunto en el que hay que elegir: esposa, hijos, trabajo, amigos, ambientes, profesión, etc., ¿nos retiramos al silencio de la montaña para orar?
Una vez pedí consejo a un sacerdote sobre una elección concreta que tenía que hacer en mi vida, porque quería cumplir la voluntad de Dios y no sabía cómo conocer cuál era Su parecer. Me hizo mucha gracia la respuesta que me dio. No me aportó ninguna orientación relevante sobre el asunto, pero me dejó clarísimo cómo no iba a producirse nunca ese modo de saber el parecer de Dios. Me dijo que nunca oiría una voz del cielo pronunciando mi nombre con voz grave de película de Aladino o de muertos vivientes: ¡Jeróoooonimoooo! ¡Jeróoooonimooooo!, escoge esto… Eso, me aseguró, por su experiencia como sacerdote, que no me iba a ocurrir. Yo también lo prefería, porque me hubiese asustado mucho.
De esta forma tan cómica descubrí que las decisiones trascendentes se toman, como todas las demás de la vida, usando la razón y el sentido común, el mismo que utilizamos para el resto de asuntos cotidianos. Pero esa reflexión debe ser apoyada e iluminada con subidas frecuentes a la “montaña” en silencio y soledad, para poder rezar bien el asunto.
En esos momento no se oirán voces: ¡Maaartaaa elige a Pepito!, o ¡Paaaaacooo hazte cura!… Pero misteriosamente la toma de decisiones se irá clarificando, sin duda, por el influjo de esos ratos de silencio y oración en los que le pedimos al Señor desde la “montaña” que nos diga qué camino tomar. Y el Señor nos empieza a hacer evidente lo que hasta entonces era confuso. La montaña es para cada cuál diferente: un rato diario de oración personal, un retiro, un paseo por el campo en la presencia del Señor o la misa diaria. Los efectos de esas subidas a la montaña no se suelen experimentar en la propia montaña, sino cuando se baja de ella, en lo cotidiano y en el pasar de los días. Ahí resulta asombroso ver cómo la decisión difícil y oscura se hace clara y evidente. Eso es más asombroso muchas veces que cualquier voz que viniera del Cielo.
Jerónimo Barrio