“Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello”. Del Evangelio de hoy nos centramos en estas palabras del Señor Jesús, quien viene a decirnos que, así como un niño pequeño de apenas unos meses no es capaz aún de digerir alimentos pesados, sino solamente leche, cuajadas, etcétera, de la misma forma, sus discípulos tendrán que ir aprendiendo a comer su Palabra progresivamente conforme su espíritu se hace capaz de digerirla.
Dicho de otro modo, el Hijo de Dios, quien se autoproclama “el único Maestro” (Mt 23,8), sabe esperar los tiempos del cumplimiento de su Evangelio en ellos, en la medida en que su crecimiento en la fe los vaya haciendo aptos y sabios para considerarlo fiable, solo así podrán asimilarlo. De ahí su “ahora no podéis con ello”. Este su “ahora” deja abierto que sí, que un día podrán abrazarse a todas y cada una de sus palabras sin escandalizarse y, sobre todo —esto es lo más importante— sin sentirse impotentes ante ellas. Tendrán esta disposición receptiva porque habrán alcanzado la suficiente Sabiduría como para ver en su Evangelio no una carga que les somete, sino “la fuerza de la salvación de Dios” (Rm 1,16).
“No podéis por ahora”, les dice Jesús, como el gran Pedagogo de la fe, a los suyos. Después del lavatorio de los pies, y cuando Judas ya había dejado el grupo para llevar adelante su traición y su entrega, Jesús les exhorta en este mismo sentido. Pedro, el hombre que ha librado mil batallas contra el mar, no se resigna a esta limitación en el seguimiento anunciada por Jesús. Su amor es de una nobleza realmente grandiosa, pero está acompañado de una buena dosis de ingenuidad. Piensa que el mar al que ha vencido tantas veces es más peligroso y fuerte que las tempestades que se agitarán en su alma ante los acontecimientos que se prevén.
Jesús ama a Pedro, ama su nobleza, también su ingenuidad que le dejará, como quien dice, al pie de los caballos, cuando compruebe que el mal triunfa aparentemente sobre el bien; cuando vea que Él, su Maestro y Señor, va a ser detenido y llevado a juicio inicuo que, como bien sabemos, le condenó a muerte…
Jesús no se queda con la debilidad de su apóstol, sino con su impulso amoroso. De ahí la promesa que, aun cuando entonces no la entendió, sí la pudo ver cumplida a lo largo de su vida. Oigamos esta promesa: “Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde” (Jn 13,36b). No hay duda que veía a lo lejos la fuerza y la sabiduría con que su noble amigo-discípulo llevaría a cabo la misión que le había confiado como Piedra de la Iglesia.
Por increíble que parezca, Jesús, el Hijo de Dios, consideró de un valor inestimable el seguimiento y fidelidad mostrados por sus discípulos desde el día en que les llamó invitándoles a dejar sus trabajos y pertenencias, hasta que le llegó la hora —como Él anuncia una y otra vez— de abrazarse a su Pasión. Jesús tiene conciencia de que, llegados a esta hora, no estaban ya en condiciones de dar un paso más en el seguimiento. Ya les llegaría el tiempo y la fuerza para poder atravesar las barreras que se interponían ante sus pies. Jesús tiene unas palabras de cariño hacia estos hombres que han llegado hasta donde han podido; da un nombre a esta fidelidad que le han demostrado: perseverancia amorosa. Así se lo hace saber a lo largo de la última cena después de partirse como alimento en la Eucaristía: “Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas…” (Lc 22,28).
P. Antonio Pavía