«En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle la llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó: ‘Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas’. Pero Abrahán le contestó: ‘Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros’. El rico insistió: ‘Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento’. Abrahán le dice: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen’. El rico contestó: ‘No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán’. Abrahán le dijo: ‘Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto’»». (Lc 16,19-31)
Todos tenemos algo del rico Epulón, pasamos delante de personas que necesitan de nosotros y ni nos fijamos, aunque estén en nuestro portal. El portal de nuestra vida es muy grande: mis vecinos, mis familiares, mis propios hijos, mis compañeros de trabajo, mis antiguos amigos y compañeros de carrera a los que no les ha ido tan bien,…
En esta parábola el Cielo se presenta como una reparación de todo lo que en vida los hombres no somos capaces de corregir en cuanto al amor. Como no somos capaces de aliviar el sufrimiento de los más débiles en la vida, Dios lo hace en el Cielo y simplemente deja a los que hicieron de sus riquezas su dios, que con ellas muera su poder y su disfrute. Epulón ya no goza en el Cielo porque todo lo que tenía era temporal y, acabado esto, no hay nada mas. Dios es muy respetuoso con la libertad del hombre. Sin embargo la misericordia de Dios sí es activa en el Cielo, y el que sufrió injustamente por la falta de amor de los que le rodeaban recibe todo el Amor que nunca tuvo, junto y por toda la eternidad. Realmente Dios nunca dejó de amar a Lázaro en vida, pero el amor de Dios se da con nuestras manos. Si no estamos dispuestos a aliviar a los “Lázaros” que están echados en nuestro portal no dejamos a Dios actuar.
Hay que ponerse en marcha y buscar a los “Lázaros” de nuestra vida, los de mi portal, no sea que se nos haga tarde.
Para ser compasivos y generosos con los demás no deberíamos buscar grandes argumentos doctrinales que justifiquen nuestra caridad, ni ver resucitar a un muerto —como pedía Epulón tardíamente arrepentido para sus familiares. El que no tiene compasión por el dolor ajeno ni aunque vea a un muerto resucitar cambiará de actitud. Probablemente al ver al muerto resucitado le saque una foto con su móvil y se la pase a sus amigos por WhatsApp para compartirla, y mientras lo hace tropezará con las piernas extendidas de un Lázaro que echado en su portal le pide ayuda, pero al que solo mira para esquivar sus molestas piernas en la acera.
La compasión por el dolor ajeno necesita primero descubrir al que lo padece y luego aliviarlo. Creo que si no nos proponemos buscar a los “Lázaros” de nuestra vida no podremos practicar este sano deporte del amor. Y no siempre es comida, ropa o medicinas lo que necesita Lázaro, puede ser simplemente compañía, escucha y comprensión. No podemos resolver todos los problemas que la gente tiene a nuestro alrededor, pero podemos conocer a la gente que padece esos problemas y ese es, al menos, el primer paso para su consuelo.
Una vez, un hombre que estaba muy enfermo y que había acudido a muchos médicos me contó todas sus dolencias con detalle, el sufrimiento que le producían, su impotencia frente a ellas y la tristeza que le generaban. Al finalizar me dio las gracias emocionado porque sencillamente le había escuchado. No me pidió ayuda, solo me dio las gracias porque había podido compartir su dolor con alguien y se marchó consolado. Yo me quedé avergonzado pensando en el número de personas a las que en mi vida no he tenido tiempo para escuchar por estar en mis asuntos y a las que pude consolar con mi presencia y no lo hice. Y me pregunto si “banquetear cada día” no será un poco esa actitud egoísta de estar a lo mío y muy ocupado en mis legítimos asuntos. Vivir ensimismados en nuestros intereses sin ver a Lázaro echado en mi portal.
Este evangelio nos debería interrogar por nuestra actitud frente a los demás, a esos a los que no les va tan bien. No ya para hacer un donativo o remangarte en un comedor social que desgraciadamente lo hacen pocos, sino para sencillamente darme cuenta del otro que sufre, mirarle y escucharle, que sienta que su dolor me importa y lo comparto, aunque no tenga en mis manos la posibilidad de resolver sus problemas.
El primer gesto de amor al prójimo es demostrarle que existe para mí y que me importa su vida. Eso reconforta, como el frescor del agua en la punta de la lengua que deseaba Epulón y ya no pudo tener.
Jerónimo Barrio