«En aquel tiempo, al bajar Jesús del monte, lo siguió mucha gente. En esto, se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Quiero, queda limpio”. Y en seguida quedó limpio de la lepra. Jesús le dijo: “No se lo digas a nadie, pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que mandó Moisés”». (Mt 8,1-4)
A la luz de la Palabra de Dios de hoy, todos hemos de sentirnos «sucios», «leprosos», «pecadores». Solo si tenemos la valentía de confesar, como el autor del Salmo 31, que somos pecadores, podemos ser perdonados. Esta es su experiencia y debería ser también la nuestra: «había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: Confesaré al Señor mi culpa y tú perdonaste mi culpa y mi pecado». ¡Qué difícil nos resulta descubrir que el pecado ensucia y hiere nuestra alma! ¡Qué indulgencia solemos practicar con nosotros mismos y qué implacables somos, normalmente, con los demás! ¡Cuánto nos cuesta pedir perdón a Dios y a los que hacemos daño! Sin embargo, lo que nos hace sufrir y experimentar, tantas veces, la angustia, la soledad y el vacío interior, no tiene otra raíz profunda más que el pecado. Sí, el pecado nos esclaviza y nos mata, nos quita la presencia de Dios en el alma y nos separa de los hermanos, nos cerca con la muerte del ser y nos margina a vivir solos, fuera de la comunión con los hermanos y con la incomprensión de nosotros mismos; nos hace perder —como los que padecen la enfermedad de la lepra— la sensibilidad para las cosas de Dios y para las causas humanas.
La «lepra» en tiempos de Jesús condenaba a los que la padecían a experimentar la muerte en vida. Los «leprosos» eran obligados a vivir fuera de las ciudades, marginados por los poderes civiles y abandonados de las autoridades espirituales. A esta realidad se acerca Jesús rompiendo todas las prescripciones rituales y los prejuicios sociales. Jesús, dejándose «tocar» por los leprosos, trae curación y salvación a sus vidas; limpieza y comunión con Dios y con los hermanos a sus almas. Este es el «efecto» del perdón de los pecados, sacramento medicinal y sanador que Jesús ha dejado a su Iglesia, como una fuente de resurrección para todos cuantos a Él se acerquen. Esta es, también, la experiencia del pecador que cuenta y canta la misericordia de Dios con él: «Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito» (Sal 31).
Para poder «tocar» hoy a Jesús tenemos que tener la valentía y la humildad del leproso para «arrodillarnos» ante Él y «suplicarle»: «si quieres, puedes limpiarme». Esta secuencia de los hechos describe perfectamente lo que acontece cuando nos acercamos a Jesús en el Sacramento de la Penitencia: Él se deja «tocar» por nosotros, pecadores, y, a cambio, nos dice, «Quiero, queda limpio» o en su fórmula ritual: «Yo te absuelvo de todos tus pecados». Necesitamos descubrir la importancia que tiene para el crecimiento en la vida espiritual el Sacramento del Perdón. Solo cuando uno se siente perdonado, querido y amado por Dios en la debilidad y pobreza de nuestro ser pecador, experimentamos el amor y la paz en el corazón.
También hoy, Jesús se acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu y cura sus heridas con el aceite del consuelo (sacramento de la Penitencia) y con el vino de la esperanza (Eucaristía). Digámosle con fe en esta celebración: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».
Juan José Calles Garzón