Poco se puede decir del sufrimiento que no suene a tópico si no es a través de las voces autorizadas, de los testimonios de quienes pueden contar lo que han pasado y el sentido que le han encontrado al dolor. Sin embargo, reiteradamente volvemos los cristianos sobre el sufrimiento con una insistencia poco consoladora. Y lo hacemos a pesar de los duros reproches que recibimos.
Uno es de sobra conocido: los cristianos moralizamos el sufrimiento, lo disfrazamos con un “todo sea para bien”. En el fondo, el sufrimiento nos despierta y sirve para hacernos mejores. Expiación y terapia a partes iguales.
La segunda objeción parece muy propia de la dominante posición hedonista; la recuerdo cuando un profesor de Derecho Penal sostenía que había que retirar los cadáveres que presidían entonces nuestras aulas. No le ofendía un signo religioso, sino precisamente ese signo religioso en concreto, memoria perpetua del extrañísimo inicio de la secta cristiana, moralizadora del sufrimiento para unos, extraña buscadora del optimismo en el crudo pesimismo para otros.
el misterio del dolor
Se nos debería conceder el mérito de que al menos no hemos intentado ocultar, al modo estoico, lo que acontece, o tampoco de habernos retirado al jardín con los epicúreos. O que entre nuestros contemporáneos no nos han pillado las utopías del necesario sufrimiento actual para el triunfo del paraíso, sea el frío paraíso ruso o el caliente, muy caliente, paraíso cubano. Según esta versión, recuérdese, Orlando Zapata habría muerto para el bien del futuro de cubanos y cubanas, de “toledos” y de “bosés”.
Debería servir en nuestro descargo un hecho indiscutible: las páginas más severas sobre el sinsentido del sufrimiento fueron escritas por un cristiano ortodoxo, que pone el cargo en boca del hermano ateo frente al creyente —Ivan contra Aliosha— en un discurso que no tiene respuesta teórica, sino sólo práctica al final de la novela “Los hermanos Karamazov”.
No tomó ninguna ventaja Dostoievski en su conocidísimo párrafo, tras describir en un suceso conocido en la prensa rusa la cruel tortura de una niña por sus padres. “¿Te imaginas al pequeño ser, incapaz de comprender aún lo que le pasa, dándose golpes en su lacerado pecho con sus puñitos, en el lugar vil, oscuro y helado, llorando con lágrimas de sangre, sin malicia y humildes, pidiendo al ‘Dios” de los niños’ que la defienda? ¿Eres capaz de comprender este absurdo, amigo y hermano mío, tú, humilde novicio del Señor, eres capaz de comprender por qué es necesaria y por qué ha sido creada tal absurdidad? Dicen que sin ella no podría existir el hombre en la tierra, pues no conocería el bien y el mal. ¿Para qué conocer este diabólico bien y este mal, si cuestan tan caro? Todo el mundo del conocimiento no vale, así, esas lagrimitas infantiles dirigidas al ‘Dios de los niños’. No hablo de los sufrimientos de los adultos, éstos han comido la manzana y al diablo con ellos y que el diablo se los lleve a todos, ¡pero ésos, ésos!”.
poder y sabiduría de Dios
Como vemos, no hace falta un entrevistador radiofónico para apretarnos con el terremoto de Haití, llevamos dos mil años y aún más enfrentándonos a las terribles preguntas. De hecho, ya Isaías dejó entrever la respuesta, la compleja respuesta en su poema del siervo doliente, “leitmotiv” de la Carta Apostólica “Salvifici Doloris” de Juan Pablo II, en la que se recoge el Cuarto Poema del Siervo de Yahvéh, contenido en el Libro de Isaías (Is 53, 2-6):
“No hay en él parecer; no hay hermosura
para que le miremos…
Despreciado y abandonado de los hombres,
varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento,
y como uno ante el cual se oculta el rostro,
menospreciado sin que le tengamos en cuenta.
Pero fue él ciertamente quien soportó nuestros sufrimientos
y cargó con nuestros dolores
mientras que nosotros le tuvimos por castigado,
herido por Dios y abatido.
Fue traspasado por nuestras iniquidades
y molido por nuestros pecados.
El castigo de nuestra paz fue sobre él,
y en sus llagas hemos sido curados.
Todos nosotros andábamos errantes como ovejas,
siguiendo cada uno su camino
y Yahvéh cargó sobre él
la iniquidad de todos nosotros”.
Supongo que a muchos no les dice nada esta asunción de los sufrimientos de los hombres, y a todos nos cuesta unirnos con Pablo en los sufrimientos de Cristo; pero, como afirmaba el inolvidable Papa Wojtyla, “el escándalo de la Cruz sigue siendo la clave para la interpretación del gran misterio del sufrimiento, que pertenece de modo tan integral a la historia del hombre”.
En eso concuerdan incluso los críticos contemporáneos del cristianismo. Estos también ven que Cristo crucificado es una prueba de la solidaridad de Dios con el hombre que sufre. Dios se pone de parte del hombre, lo hace de manera radical: “Se humilló a sí mismo asumiendo la condición de siervo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 7-8).
En definitiva, todos los sufrimientos individuales y los sufrimientos colectivos, los causados por la fuerza de la naturaleza y los provocados por la libre voluntad humana, las guerras, los gulags y los holocaustos, el holocausto hebreo, pero también, por ejemplo, el holocausto de los esclavos de África: “Salvifici doloris”.