Llevo unos días en un país lejano del Extremo Oriente, donde he venido con mi esposa a pasar un mes para ayudar a una hija que debe dar a luz. Ella, su marido y dos niñas pequeñas (cuatro y dos años) constituyen lo que ahora se suele llamar una familia misionera, que un día de estos aumentará con un tercer niño, nuestro duodécimo nieto.
En la Iglesia nunca había desaparecido el carisma de misioneros laicos, que dejaban todo por un tiempo o para siempre, para irse a un país de misión a colaborar con los evangelizadores del lugar. Siempre ha habido gentes, especialmente jóvenes y algunos profesionales (como médicos o enfermeras) o pertenecientes a diversas oenegés, que dedican parte de su tiempo o de sus vacaciones para ir a echar una mano a la evangelización en otros países. Sin ir más lejos, en mi parroquia, en el centro de Madrid, últimamente ha habido grupos numerosos de jóvenes que han ido a Calcuta y Zambia.
Digamos de antemano que este impulso misionero pertenece a la esencia de la Iglesia, que recibió de su Fundador el “mandato” de ir por todo el mundo para “hacer discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,29). Y digamos también que no hace falta salir del propio país, de la propia ciudad e incluso de la propia casa para ponerse a evangelizar. ¡Cuánta gente se muere a chorros espiritualmente a nuestro lado, hambrientas de un Dios desconocido mientras buscan insaciablemente la felicidad en cualquier alienación! Hacia mediados del siglo pasado ya se decía de la católica Francia que era “país de misión”, y hoy nadie duda de que se puede decir lo mismo, de Madrid, USA, Australia, Pernambuco y, si se me apura, del mismo Vaticano…
llamados a reflejar la gloria de Dios
En cualquier caso, lo cierto es que una cosa es evangelizar en el propio ambiente —me refiero a nuestros ambientes occidentales, europeos, donde el tren de vida suele ser cómodo y alto— y muy otra abandonar todo eso (familia, trabajo, casa, posición, afectos, amigos…) para irse lejos a evangelizar: la mayoría no quiere, otros no pueden (tendríamos que entender mejor cómo Teresita de Lisieux, joven, enferma y recluida en un convento, ha llegado a ser Doctora de la Iglesia y Patrona de las misiones) y, en general, muy pocos están dispuestos a semejantes renuncias…, que eran propias de curas y monjas, lo cual ni es cierto ni real.
Lo que no existía es este nuevo carisma de familias misioneras que inauguró Juan Pablo II hace poco más de dos décadas, y que sigue impulsando Benedicto XVI. Por lo general, son familias numerosas, de matrimonios jóvenes que, con una mano por delante y otra por detrás, abandonan todo y se abandonan, a su vez, en manos de la Providencia para ponerse a disposición de los Obispos que las acogen en tierras normalmente lejanas —lejanas en el espacio geográfico, pero lejanas sobre todo de Dios—, con la única misión de hacer presente a la Iglesia viviendo allí donde llegan como familia cristiana, ahora en estos tiempos en que la familia y el matrimonio cristiano están tan denostados.
En su caminar en su vida de fe han experimentado la acción de Dios en su propia historia y conversión, y han comprendido, como decía Santa Teresa, que “solo Dios basta”, que todo merece la pena por Él, y que la única forma de decirle al Señor “te quiero con todo mi corazón, con toda mi alma y con todas mis fuerzas”, es ponerse en sus manos. Sin embargo, este carisma no es vitalicio o perpetuo: como todos los carismas puede cumplir su función hasta un determinado tiempo y, sobre todo, debe ser confirmado por quienes tienen el don del discernimiento sobre la vida de fe de los que se sienten llamados a realizar esa vocación: el obispo del lugar, el párroco o presbíteros que tutelan a estas familias, sus catequistas y garantes de su fe. De hecho, hay familias que, por problemas de fuerza mayor sobrevenidos o por otras circunstancias personales, han tenido que regresar a sus lugares de origen después de algún tiempo. Es tal el desarraigo que experimentan todos los que afrontan esta misión que hay que ser muy comprensivos con los que siguen al pie del cañón, muy misericordiosos con los que sufren el desaliento y se vuelven y muy comprensivos con todos.
Cualquiera entiende que son tantas las dificultades de todo tipo que envuelven a estas familias desde el momento en que se echan en los brazos de Dios (es lo que la misma Santa Teresa se “encaraba” con el Señor diciéndole que por eso tenía tan pocos amigos). Uno se pone a pensar cómo se van a apañar o apañan con la casa donde van a instalarse —por ejemplo, conozco a dos familias de mi parroquia que empezaron a vivir en palafitos—, si van a encontrar trabajo, ¿y la asistencia médica?, ¿y los embarazos y partos?, ¿y los colegios de los niños?, ¿y la lengua de aquel país?, ¿y cómo arreglarse con la compra y la comida?, etc., etc.
vivamos como Cristo, amemos como Cristo y conocerán a Cristo
La primera cosa que pregunta la gente es el problemón del asunto económico para trasladarse seis, nueve, doce… personas, sobrevivir diariamente, qué comer y con qué vestirse…, como si eso no estuviera contemplado y resuelto en el Sermón de la Montaña… Es entonces cuando uno se da cuenta de que o de verdad existe la Providencia o de que eso es una locura sin pies ni cabeza. He aquí el problema fundamental : ¿existe Dios o no existe? Precisamente eso es lo que interroga a las gentes con quienes se va a convivir. El fruto, luego, está en las manos de Dios, porque estos modernos “misioneros” son como semilla que muere en el surco, sufriendo un sinfín de precariedades, padeciendo mil calamidades, para que otros, un día, tengan vida, vida eterna. Me han presentado a un joven hecho y derecho, que ya ha recorrido medio mundo, y que, desde una ventana veía a mi familia y esta lo veía a él: “¿Por qué estos occidentales vienen aquí, precisamente aquí, un sitio tan asqueroso para vivir, que yo ya no soporto y del quiero huir cada día?”.
Pero no son las necesidades y penurias materiales lo que más agobia a estas familias misioneras, a pesar de que es lo que primero salta a la vista o se puede colegir mirándolo desde fuera, no; los sufrimientos vienen de dentro, de la dificultad o imposibilidad de poder soportar la incomprensión, la incomunicación, la indiferencia si no el rechazo y el desprecio; vienen de la inseguridad por el mañana, de qué hacer con alguno de los hijos que caen gravemente enfermos, del frío intenso —conozco una familia en Siberia con un montón de hijos, uno de ellos con síndrome de Dawn—, del calor insoportable, del miedo a los tifones (como les ocurre a mis hijos), de las inclemencias de los monzones o los caprichos del Niño o la Niña en zonas de América Latina…
Es más, basta que algo se tuerza en la vida cotidiana para que todo se torne viscoso y borrascoso, para que el desaliento haga mella en el corazón, la depresión en la mente y el desencanto en el alma. Es el fardo de los propios pecados el que acompaña al hombre en todo tiempo y lugar, esté con los esquimales del Polo, con los pigmeos de África o con los senadores estadounidenses… Si a esa carga se añaden tantas circunstancias adversas, puede perderse el sentido de la promesa del Señor: “Venid a mí los que estás cansados y agobiados, que yo os aliviaré” (Mt 11,28). Por lo demás pertenece al espíritu de quienes parten como familia en misión no pedir nada ni andar a la caza de ayudas o limosnas.
Es ahí, en esas situaciones de precariedad y angustias, en los momentos de gran debilidad, donde el demonio ataca y pregunta en primera persona: “¿Qué hago yo aquí?, ¿qué pinto yo en todo esto?, ¿qué derecho tengo para condicionar así la vida de mis hijos…? No conozco ninguna de estas familias que año tras año no se hayan planteado miles de veces este problema cuya solución bien que se las apaña el tentador para ponérsela delante: “Vuélvete a casa”. En el fondo es la misma y antigua tentación del pueblo hebreo durante el Éxodo: este loco de Moisés no sabe lo que se trae entre manos, nos ha sacado de Egipto y nos ha traído a este inhóspito, repelente e insufrible desierto donde no hacemos más que pasarlas canutas, padeciendo hambre y sed, calor por el día y frío por la noche; aquí no hay nada (en todo caso, bichos que nos pican por todas partes)…; mejor es que nos volvamos a Egipto, donde por lo menos teníamos ajos, cebollas y pepinos, y no este asqueroso maná (estas galletas rancias y yogures caducados…).
abiertos a la comunión
Lo cierto y, al mismo tiempo, lo triste, lo grande y lo salvífico, es que todo hombre —sea familia misionera o un vip londinense o neoyorkino, rico o pobre, bien instalado o muerto de hambre, sano o enfermo, sabio o corto de luces…— debe recorrer su propio éxodo si quiere llegar a la Tierra Prometida, porque, como decía San Juan Bosco, “al cielo no se va en coche”. Por eso la tentación del demonio que, con toda clase de razonamientos lógicos, con una ilación perfecta, nos arguye “¿qué hago yo aquí?”, convierte la cuestión en tener claro el “¿por qué?” para dar respuesta coherente al “¿para qué?”.
El “¿por qué?” consiste en ser conscientes de nuestra propia realidad finita con ansias de amores infinitas, de ser criaturas de Dios, hechura de sus manos, de tener conciencia de que Él es nuestro Creador, fundamento de nuestra existencia, Alfa y Omega de nuestro propio ser, el Axis de mi vida. Hemos sido creados por Él, en Él y para Él, y nada tiene sentido fuera o al margen de esta divina realidad, tanto más divina cuanto avalada está por la sublime realidad humana del mismo Verbo de Dios, que sin tener en cuenta su rango divino, se encarnó haciéndose como nosotros (hombre) “para que” nosotros nos hiciéramos como Él (hijos de Dios).
Con este fulcro por detrás y por delante de toda consideración humana —los criterios del mundo— está resuelto en raíz el “para qué” me ocurre todo lo que me está sucediendo (en nuestro caso, aplicado a estas familias en misión). Otro cantar es que cada día tenga que dar respuesta —parecerá la misma, pero cada día es nueva— a los acontecimientos cotidianos que la historia depara a estas familias en misión, con frecuencia demasiado anodinos y prosaicos, de los que el tentador no ceja de sacar siempre provecho en medio de la precariedad en que acontecen, acentuada continuamente por la desazón de la lejanía de los suyos, por la amargura de la soledad —como si no estuvieran también terriblemente solos quienes nadan en abundancia rodeados de tantos “amigos”… —, soledad que ya experimentó y curó el Señor en la cruz, cuando inconcebiblemente llegó a exclamar “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46).
Si algo estoy sacando en limpio de esta convivencia y experiencia con “mi” familia misionera es que si ahora —al atardecer de mi vida— tenía claro que el tiempo apremia para evangelizar, me urge más todavía anunciar a Jesucristo, a tiempo y a destiempo (2 Tim 4,2) y durante el tiempo —no mucho, creo— de vida que me quede. Lo demás es “vanidad de vanidades” (Ecle 1,2) y “atrapar vientos” (Ecle 2,16.27).
Tal vez debería también hacer mención de lo que son las familias en misión “ad gentes”, dentro del espíritu del Concilio Vaticano II, pero eso sería otro capítulo aparte. Me complace, sin embargo, anunciar que en breve la editorial que publica esta revista (Buenanueva) va a publicar también un nuevo libro con documentación y experiencias de familias en misión.
Jesús Esteban Barranco
Doctor en Teología Dogmática