«En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: “Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los que le confiaste. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese. He manifestado tu nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado. Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, y son tuyos. Si, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti». (Jn 17,1-1 la)
Estamos viviendo estos días en la esperanza que vivieron los Apóstoles después de ver al Señor ascender al Cielo. Jesucristo les ha prometido que nunca les dejaría solos en la tierra —ha instituido ya la Eucaristía—; y les ha anunciado que el Espíritu de Verdad llenaría sus almas y les haría comprender todo lo que Él, Jesús, les había enseñado; y les daría la fortaleza y paz necesarias para que realizasen la labor que les había encomendado: predicar y bautizar en “el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu”, por todos los confines de la tierra.
El Señor ya había preparado el alma de los Apóstoles para este momento, en la oración sacerdotal que vivió con ellos antes de instituir la Eucaristía, y que recoge el Evangelio de la Misa de hoy. “Jesús, levantando los ojos al Cielo”. Una invitación para todos nosotros que esperamos el Domingo de Pentecostés: que el “Espíritu Santo siga llenando nuestros corazones” (cfr. Rom 5,5), para que así podamos glorificar a Dios Padre, en unión con Dios Hijo: “Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los que le confiaste”.
Cristo no se cansa de rogar por nosotros. Muere en la Cruz por nuestra salvación; y no ve su obra concluida hasta que pueda abrirnos las puertas del Cielo. Si glorificamos al Padre, si con nuestra vida manifestamos al mundo que somos verdaderamente “hijos de Dios”, si reafirmamos nuestra Fe, en “el único Dios verdadero, y en su enviado Jesucristo”, el Espíritu Santo ya ha comenzado a realizar su acción en nosotros, y seremos fieles a la Verdad, en cualquier situación de nuestra vida.
Cristo es el rostro de la Misericordia de Dios Padre. Tiene hoy la alegría de poder decir a Dios que nosotros “hemos conocido que Él salió del Padre, y hemos creído que el Padre le ha enviado”. “Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe” (1 Jn 5,4).
Vivimos unos momentos de la historia de la Iglesia en los que la luz que necesita el mundo para salir de la tiniebla del error y del pecado, del egoísmo y del individualismo, del gozarse en su propia miseria, es nuestra fe. Nuestra fe nos empuja a dar testimonio de la vida eterna: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo”.
Y para que podamos ser fuertes, firmes y constantes en el testimonio de nuestra fe, en cualquier condiciones en la que nos encontremos en nuestra vida de cada día, el Señor ora por nosotros, para que estemos dispuestos a recibir el Espíritu Santo y seamos dóciles a su Luz.
“Te ruego por ellos, no ruego por el mundo, sino por estos que Tú me diste, y son tuyos”. En el Evangelio de mañana, Jesús pedirá al Padre: “No ruego que los retires del mundo, sino que los apartes del mal”.
El Señor conoce nuestras debilidades; sabe bien del frágil barro del que estamos hechos; sabe de las insidias del diablo, que siempre nos ofrecerá ocasiones, tentaciones, para apartarnos del buen camino de nuestra FE. Admiramos el testimonio de los mártires; de todos los que dan su vida por Cristo en tantas situaciones de su existencia y en todos los rincones del mundo, sirviendo a los demás.
Pidamos la gracia de dar ese testimonio en la vida nuestra de cada día. Nos costará tantas veces negarnos a seguir una tentación de comodidad, de pereza, de soberbia, de lujuria, de ira, de gula, de egoísmo, de desesperanza, de vanagloria, de odio, de rencor, de violencia, de seguir los deseos de venganza, de no hacer algo en servicio de un enfermo, de un necesitado….
Hoy nos recuerda el Señor que su oración será toda nuestra fuerza; que Dios Padre tiene siempre abiertas las puertas del corazón para recibirnos, cuando nos acerquemos a Él, con “un corazón contrito y humillado”, llamándole Padre, y pidiéndole perdón de nuestros pecados.
El clamor de Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, es la oración de Dios sobre nosotros. Él, con su Padre Dios, “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad”.
Unamos nuestra oración a la de la Virgen Santísima. Con Ella seremos también nosotros bienaventurados y abriremos nuestro espíritu a la Gracia del Espíritu Santo.
Ernesto Juliá Díaz