El autor de la carta a los Hebreos nos ofrece el testimonio bellísimo e imperecedero de toda una serie de israelitas que, por su amor y obediencia a Dios, marcaron hitos en la historia de salvación no sólo del pueblo santo sino del mundo entero. Todos ellos, los que están nombrados y los que lo son aunque sus nombres no consten, son considerados padres y madres en la fe de Israel, también -¿y por qué no?- nuestros. Nos viene bien recordar el sentir de Pablo cuando afirmó que Israel es el olivo natural plantado por Dios; mientras que nosotros, los gentiles, el olivo silvestre injertado por Él en la raíz santa (Rm 11,16-24). El texto de la carta a los Hebreos, al que hemos hecho alusión, corresponde al capítulo undécimo, y vamos a fijarnos en lo que se nos dice acerca de Moisés. Su testimonio de fe creo que nos puede servir de espejo para discernir respecto a la calidad de la nuestra.
Moisés es presentado como un verdadero hombre de Dios. Llamado por Él para liberar a Israel, escogió las penalidades y humillaciones que comportaban su misión, a la vida cómoda y resuelta que le ofrecía la hija del Faraón: “Por la fe, Moisés, ya adulto, rehusó ser llamado hijo de una hija del Faraón, prefiriendo ser maltratado con el pueblo de Dios… Por la fe, salió de Egipto sin temer la ira del rey; se mantuvo firme como si viera al Invisible” (Hb 11,24-27).
Nuestro hombre de Dios emprende, pues, la misión recibida y confiada. Es mucho, muchísimo lo que deja atrás. Su decisión así como su fortaleza y claridad nos plantea una pregunta: ¿Se puede hablar de “vida resuelta” sin haber contactado con el Invisible? ¿No es nuestro cara a cara con Él lo que abre hacia su floración las semillas de divinidad de las que somos portadores?
Hemos leído en la cita de Hebreos que Moisés caminaba con el pueblo hacia la tierra prometida y que se mantenía firme “como” si viera al Invisible. Hemos puntualizado el “como” porque este adverbio nos indica algo que se aproxima a la realidad, mas no lo es del todo. Nos recuerda al velo al cual alude el apóstol Pablo para indicar que la revelación de Dios al pueblo de Israel no era completa. El mismo Pablo afirma que este velo es rasgado, desaparece en y por Jesucristo: “En efecto, hasta el día de hoy perdura ese mismo velo en la lectura del Antiguo Testamento. El velo no se ha levantado, pues sólo en Cristo desaparece” (2Co 3,14). Dicho esto, pasamos a señalar que de Jesucristo —plenitud de Moisés— se nos dice en el Evangelio que llevó a cabo su misión no “como” si viera, sino viendo al Invisible. Esto es lo que iremos viendo a continuación.
Dios es espíritu, dice Jesús a la samaritana (Jn 4,24). En cuanto tal, es no sólo invisible sino también inaudible a nuestros sentidos naturales. Sin embargo, tenemos conciencia de que una persona crece en la fe en la medida en que ve y oye a Dios. No estamos entrando en ninguna contradicción; hablamos de lo que los santos Padres de la Iglesia como, por ejemplo, san Agustín, nos dicen acerca de los sentidos de nuestro espíritu. Una vez abierto por la Palabra, está capacitado para ver, oír, captar y palpar a Dios. Juan llamará a esto la contemplación de la gloria de Dios. Contemplación que ha sido posible a partir y gracias a la encarnación del Hijo: “La Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria” (Jn 1,14).
El Señor Jesús testifica no sólo que ve al Padre sino que el cumplimiento de su misión depende de lo que ve en Él: “Jesús, pues, tomando la palabra, les decía: En verdad, en verdad os digo: El Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre: lo que hace él, eso también lo hace igualmente el Hijo” (Jn 5,19). En la misma línea diremos que también testifica que las palabras que salen de su boca —el Evangelio— no son, digamos para entendernos, cosecha suya, sino que previamente las ha oído a su Padre: “Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar… Por eso lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí” (Jn 12,49-50).
Esta capacidad de ver al Invisible y oír al Inaudible propia del Hijo de Dios, lo es también de sus discípulos; es un don que les confiere el título evangélico de bienaventurados. Lo son no por sus dones naturales sino porque lo han recibido del mismo Señor Jesús: ¡Ver y oír lo que hasta entonces nadie vio ni oyó! “Bienaventurados vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos porque oyen. Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron” (Mt 13,16-17).
Al llamarles bienaventurados por la “calidad de sus ojos y sus oídos”, les está anunciando que los hace aptos para encarnar el espíritu de las bienaventuranzas. Aptos para ser pobres de espíritu, mansos, limpios de corazón, misericordiosos… Aptos porque han llegado a ser hijos del Padre Santo que “hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45).
Antonio Pavía