Mi amigo sacerdote y yo dejábamos Madrid poco antes de las dos de la tarde en el coche de su madre —Dios la bendiga—, porque el mío, de diecisiete años y doscientos mil y pico kilómetros, no tiene calefacción. Providencial lo del coche, oiga, porque después de Vitoria, nos cayó la nevada del calentamiento global y creíamos que no salíamos vivos. Pero con los asientos calefactados del Skoda aquello fue más llevadero.
Llegamos a San Sebastián pasadas las diez de la noche y la nevada arreciaba; así que nos metimos en el hotel a dormir. Por la mañana nos encontramos en el desayuno con José Ángel Sáiz Meneses, a la sazón primer obispo de la nueva diócesis de Tarrasa, que tiene ya 40 seminaristas en su seminario, y de quien yo fui indigno sucesor en la coadjutoría de la parroquia de Illescas hace más de veinte años, cuando de ahí se fue a Barcelona. Es lo bueno que tienen estas celebraciones, que te encuentras con los amigos de la juventud.
Al llegar a la catedral no cabía un alfiler. Vimos a muchos conocidos entre los sacerdotes concelebrantes. El nuncio mandó leer la bula pontificia y entregó el báculo a José Ignacio como nuevo obispo de San Sebastián. Y entonces empezó el aplauso.
Al principio parecía normal, intenso pero normal. Pero los minutos iban pasando y con cada uno de ellos el aplauso iba adquiriendo caracteres de signo. Aquella buena gente decía aplaudiendo lo que no había podido decir antes de otra manera. Y el aplauso seguía.
Yo cerraba los ojos y aplaudía, que al fin y al cabo era para lo que había venido. Pero cada vez que los abría de cuando en cuando para mirar a mi alrededor, veía las caras sonrientes y emocionadas de curas y fieles, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, que seguían aplaudiendo cada vez más convencidos, cada vez más fuerte.
Dicen que el nuevo obispo trató de parar aquello un par de veces antes de conseguirlo por fin. La gente obedeció a regañadientes. Parecíamos querer entrar en el libro Guiness de los aplausos, al menos en los de la toma de posesión de un obispo. Pero el signo quedaba ya para la posteridad. El sensus fidei había triunfado una vez más sobre las manipulaciones de algunos medios de desinformación. Yo pensaba en Jesús cuando los fariseos querían que hiciera callar a las gentes que le aclamaban y Él respondió que si ellos callaban, hablarían las piedras.
Las piedras. Algo dijo el Maestro de edificar su Iglesia sobre una de ellas. Y el sucesor de Aquel a quien Jesús constituyó roca, acababa de nombrar a José Ignacio también sucesor de los Apóstoles en aquella porción de la Iglesia Católica que peregrina en Guipúzcoa.
La ceremonia siguió. Algunos tuvimos que secarnos algunos copos de nieve que, sin duda, se habían quedado pegados en nuestros rostros tras la nevada. Pero ahora resultaban deliciosamente cálidos, como el ambiente de aquella celebración. Sabíamos que éramos dichosos por ver lo que veíamos y oír lo que oíamos. Otros hubieran querido estar allí y no pudieron.
Al acabar nos pusimos en la fila para dar un abrazo al nuevo obispo local. Y la fila se hizo muy, muy larga. Cuando nos llevaron a comer al seminario —la diócesis cuenta con cinco seminaristas a día de hoy, veremos mañana—, el obispo había dado orden de que no le esperaran. Llegó hora y media más tarde, después de haber saludado a los últimos de aquella interminable fila.
A las cinco de la tarde mi compañero y yo volvíamos las grupas del Skoda hacia Madrid, a donde volvimos, como los Magos, «por otro camino». Pero llevábamos con nosotros la convicción de que bien había merecido la pena tanto trasiego nevado por ver al ungido del Señor, lo mismo que su Maestro en el Jordán dos milenios antes, entrar en su nueva vida pública de manos del Juan Bautista de turno, que esta vez fue el Nuncio Apostólico de Su Santidad (a quien deseo desde luego que no le corten la cabeza).
La Bella Easo estaba más bella que nunca: se había vestido de blanco para casarse con su esposo, el nuevo obispo, al que ella misma dio a luz a la fe cuarenta y ocho años antes. Cosas que pasan en la Iglesia y sólo en ella.
Como estuve allí, ahora lo cuento, «para que también vosotros creáis» y estéis unidos con nosotros en esa unión que tenemos en el Padre y el Hijo. Y en la Madre. Porque, como dijo el obispo en su homilía, si Ella no está presente, esto se convierte en un desmadre.