El lenguaje es uno de los enigmas más impresionantes de nuestra vida. En el universo hay maravillas asombrosas, que dejan atónitos a los científicos que las estudian. Pero ninguna tan asombrosa como el lenguaje. Ahora bien. El lenguaje es ambivalente; puede utilizarse para construir o para destruir, para desarrollar a una persona o para envilecerla. Esto último sucede con el lenguaje manipulador.
Un medio para dominar a las personas y a los pueblos es el uso astuto de las palabras talismán. Por diversas razones hay palabras que, a lo largo de la historia, se cubrieron de prestigio y, al utilizarlas, tenemos mucho ganado para que las gentes acepten lo que les decimos. Parece que poseen un poder especial para imponerse. Suelo llamarlas palabras talismán. Una de las palabras talismán a partir de la Revolución Francesa es la palabra libertad, y, por afinidad con ella, la palabra cambio. El que se cambia muestra que tiene libertad para moverse. Como la palabra libertad está muy prestigiada, prestigia a la palabra cambio que aparece en relación con ella. Este explica que ciertos candidatos hayan ganado las elecciones sólo porque prometían realizar cambios. No decían en qué consistía tales cambios, ni mostraban que iban a ser beneficiosos para la gente. Prometían cambio, y daban por hecho que esto es magnífico. El manipulador siempre da por hecho lo que le conviene. Y la gente suele creérselo, y no se atreve a llevarle la contraria. Se contenta con asumir el engaño y convertir el cambio en una meta a conseguir, es decir la convierte en ideal de la vida. El ideal es fuente de ilusión y de energía. Por eso, muchas personas se convierten en partidarios de esas personas y activistas, aunque en principio no estuvieran de acuerdo con muchas de las opiniones que ellos defienden respecto al modo de gobernar. A veces se enzarzan en discusiones sobre los modos concretos de orientar la vida social y la política, pero no se fijan en que los manipuladores ya les han modelado la mente, y les han hecho creer en el cambio por el cambio, en la libertad absoluta de hacer lo que a uno le venga en gana, en el progreso entendido como la ruptura compulsiva –irreflexiva- de los órdenes establecidos…
Si se reflexiona, se observa que la libertad absoluta de hacer lo que uno quiera hace inviable la convivencia, que proclamarse progresista es una expresión vacua, vacía, pero si se vive superficialmente se hace uno muy dependiente de ambas expresiones.
Esto mismo pasa con otros términos, por ejemplo el término progresista. Hay quienes engolan la voz cuando afirman que son progresistas. Esta palabra va unida con la de cambio. En latín, progredere significa avanzar, pero avanzar puede ser hacia el éxito o hacia el fracaso. Decir que uno es progresista es no decir nada, pero increíblemente la gente entiende el adjetivo como muy positivo.
Vemos aquí de nuevo cómo el lenguaje es un don magnífico, pero resulta peligroso si no lo usamos con cautela.